La solemnidad de la Inmaculada Concepción

 

Las lecturas de hoy nos muestran el proyecto de Dios: desde antes de la creación del mundo, el Señor había elegido que libremente los hombres obtendrían la salvación por la Encarnación de su Hijo.

Nunca nadie habría imaginado que Dios se hiciera hombre. Una de las razones por las que el Sanedrín condenó a Jesús fue porque Él afirmaba que era Dios hecho hombre (Jn 10, 33). La cerrazón de su mente (por orgullo o por lo que sea) no les permitía ver en eso el mayor gesto de amor de Dios: ama tanto a los hombres que ha querido unirse a la vida e historia de los hombres.

En la primera lectura, el Señor declara la enemistad entre la descendencia de la mujer (Jesús) y los descendientes del demonio.

Jesús habría de nacer de una mujer para ser parte de la familia humana. Y el Señor se fija en una hija de Israel, de la tribu de Judá, que destacaba por encima de todas. Y la elige. Elige a María.

La Iglesia ha creído siempre que Dios la libró de toda mancha de pecado original para que fuese la digna Madre de su Hijo. Para entendernos: significa que Dios hizo que María gozara desde el momento de su concepción de la misma amistad y familiaridad con Dios que tenían Adán y Eva desde el inicio.

Por eso, Ella es la llena de gracia (Lc 1, 28).

Desde hace muchísimos siglos a María la llamamos la Purísima, y la invocación “Ave María Purísima” es de vieja data. Siempre lo hemos creído.

La Iglesia se alegra por la concepción de la Inmaculada. Es la fiesta del inicio de los últimos tiempos de la salvación. Por eso, cumplimos la profecía de llamarla “Bienaventurada”, “Dichosa”, “Santa”.

¡Ave María Purísima, sin pecado original concebida!

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