Reflexiones sobre el sacerdocio I
En estos próximos domingos, la
segunda lectura de la Santa Misa nos ofrecerá algunas notas sobre el
sacerdocio, tomado de la carta a los Hebreos.
En el Antiguo Testamento, Dios
instauró en el Pueblo de Israel el sacerdocio ministerial: Había un Sumo
Sacerdote, que sería un descendiente de Aarón, una familia sacerdotal y una
tribu sacerdotal (la de Leví, de allí el nombre de levitas). El Sumo Sacerdote
era el responsable de todo el culto y quien, ante Dios, representaba a todo el
pueblo de Israel.
El autor de la Carta a los
Hebreos da por sentado que el sacerdocio israelita ya no tiene sentido: el Hijo
de Dios se hizo hombre y ha sido constituido el Sumo y Eterno Sacerdote. Él nos
representa delante de Dios Padre: “Mantengamos la confesión de la fe, ya que
tenemos un sacerdote grande, que ha atravesado el cielo, Jesús, Hijo Dios”
(Heb 4, 14).
La confianza en Jesús, nuestro
Sumo Sacerdote, debe ser total porque es uno de nosotros. Ha vivido en esta
tierra como uno de nosotros y nos entiende perfectamente, por eso puede ser el
mejor intercesor ante el Padre: “No tenemos un sumo sacerdote incapaz de
compadecerse nuestras debilidades, sino que ha sido probado en todo exactamente
como nosotros, menos en el pecado.” (Heb 4, 15). De ahí la confianza
del discípulo de Cristo en la confesión de nuestra fe y en la intercesión de
Jesús: “Por eso, acerquémonos con seguridad al trono de la gracia, para
alcanzar misericordia y encontrar gracia que nos auxilie oportunamente”
(Heb 4, 16).
La labor del sacerdote
ministerial en la Iglesia tiene su razón de ser en el sacerdocio de Cristo,
como veremos en las próximas semanas. La condición humana es fundamental:
precisamente porque son hombres, son capaces de comprender mejor a los hombres.
Ésta ha sido la Voluntad de Cristo: elegir a hombres para servir a los hombres
en las cosas que tienen que ver con Dios. Esto lo reflexionaremos mejor la
próxima semana.
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