DISTRAERSE ES FÁCIL
En el Evangelio de
nuestra Misa de este domingo, el Señor hace una llamada de atención válida para
todos los hombres de todos los tiempos.
Es normal que, a
lo largo de la vida, vayamos introduciendo en nuestra vida prácticas que nos ayuden
a funcionar mejor. Introducimos rutinas, planificamos, interpretamos y
reinterpretamos los hechos y los objetivos. A veces, podemos distraernos y
podríamos pensar que lo importante es la rutina y no por qué se hace, pensar
que lo importante es la planificación y no el objetivo. En las cosas que tienen
que ver con el Señor Jesús es muy fácil distraerse y pensar que lo material es
lo más importante y no lo espiritual. Puede resultar que para una Cofradía es
más importante los factores económicos y burocráticos, y no el aspecto
espiritual de la actividad que hacen.
Algo similar
ocurre con los fariseos y escribas: Las antiguas prescripciones en cuestión
comprendían no sólo los preceptos de Dios revelados a Moisés, sino también una
serie de dictámenes que especificaban las indicaciones de la ley mosaica. Los fariseos
aplicaban tales normas de manera muy escrupulosa y las presentaban como la
verdadera manera de vivir la religión. Por eso recriminan a Jesús y a sus
discípulos la transgresión de éstas, en particular las que se refieren a la
purificación exterior del cuerpo. La respuesta de Jesús tiene la fuerza de un
pronunciamiento profético: «Dejáis a un lado el mandamiento de Dios —dice— para
aferraros a la tradición de los hombres». Son palabras que nos llenan de
admiración por nuestro Maestro: sentimos que en Él está la verdad y que su
sabiduría nos libra de los prejuicios.
Pero ¡atención!
Con estas palabras, Jesús quiere ponernos en guardia también a nosotros, hoy,
del pensar que la observancia exterior de la ley sea suficiente para ser buenos
cristianos. Como entonces para los fariseos, existe también para nosotros el
peligro de creernos en lo correcto, o peor, mejores que los demás por el sólo
hecho de observar las reglas, las costumbres, aunque no amemos al prójimo,
seamos duros de corazón, soberbios y orgullosos. La observancia literal de los
preceptos es algo estéril si no cambia el corazón y no se traduce en actitudes
concretas: abrirse al encuentro con Dios y a su Palabra, buscar la justicia y
la paz, socorrer a los pobres, a los débiles, a los oprimidos. Todos sabemos,
en nuestras comunidades, en nuestras parroquias, en nuestros barrios, cuánto
daño hacen a la Iglesia y son motivo de escándalo, las personas que se dicen
muy católicas y van a menudo a la iglesia, pero después, en su vida cotidiana,
descuidan a la familia, hablan mal de los demás, etc. Esto es lo que Jesús
condena porque es un antitestimonio cristiano.
Continuando su
exhortación, Jesús se centra sobre un aspecto más profundo y afirma: «Nada que
entra de fuera puede hacer al hombre impuro; lo que sale de dentro es lo que
hace impuro al hombre». De esta manera subraya el primado de la interioridad,
es decir, el primado del «corazón»: no son las cosas exteriores las que nos
hacen o no santos, sino que es el corazón el que expresa nuestras intenciones,
nuestras elecciones y el deseo de hacerlo todo por amor de Dios. Las actitudes
exteriores son la consecuencia de lo que hemos decidido en el corazón y no al
revés: con actitudes exteriores, si el corazón no cambia, no somos verdaderos
cristianos.
Por lo tanto, es
el corazón el que debe ser purificado y convertirse. Sin un corazón purificado,
no se pueden tener manos verdaderamente limpias y labios que pronuncian
palabras sinceras de amor —todo es doble, una doble vida—, labios que
pronuncian palabras de misericordia, de perdón. Esto lo puede hacer sólo el
corazón sincero y purificado.
¡A poner el
corazón en Cristo Jesús y dar significado a todo lo que hacemos!
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