El Señor mira el corazón
Las lecturas de la Misa de este domingo nos manifiestan uno de los atributos del Señor: Dios lo sabe todo, lo que tenemos en el corazón, hasta nuestros pensamientos más profundos.
Los seres humanos normalmente nos dejamos llevar por las apariencias, y eso no es malo. Nadie compraría una fruta de mal aspecto con el argumento de que por dentro probablemente esté bueno. Lo malo del ser humano es, cuando al juzgar a otras personas, las apariencias influyen en nuestra decisión.
En el Antiguo Testamento, Yahweh había establecido una norma para los juicios en Israel: “No dictarás sentencias injustas. No harás favores al pobre, no te inclinarás ante el rico, sino que juzgarás con justicia a tu prójimo. No calumniarás a tu prójimo ni buscarás medios legales para hacerlo desaparecer” (Lev 19, 15-16). Dios regaña a Samuel porque quería ungir como rey de Israel a alguien que no había sido elegido: “No mires su apariencia ni su gran estatura, porque lo he descartado. Pues la mirada de Dios no es la del hombre; el hombre mira las apariencias, pero Yahweh mira el corazón” (1Sam 16, 7).
Es inútil tratar de engañar a Nuestro Señor. El nos conoce perfectamente y por eso el Señor detesta la hipocresía: indica una falta de fe muy grande y, al mismo tiempo, manifiesta la intensión de engañar al que es el Autor de la Verdad.
Esta es la razón por la cual Nuestro Señor Jesucristo afirma categóricamente que el fariseo no bajó justificado: su falta de sinceridad al momento de orar se convirtió en un impedimento para que el encuentro con Dios hubiese transformado su corazón. El publicano, en cambio, fue sincero (no importa lo que haya hecho) y por eso dejó que la Gracia Divina tocara y transformara su corazón.
Sinceridad y humildad son condiciones indispensables para un encuentro fructífero con Dios. Dejemos que Jesús transforme nuestro corazón.
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