Purificación interior
El pasaje del Evangelio de hoy posee una dificultad para su comprensión. Así que haremos una lectura paso por paso. Pueden encontrarse en él algunos elementos para nuestra vida espiritual.
Una mujer cananea (no pertenecía al pueblo de Israel), habiendo escuchado la fama de Jesús llevada por la desesperación, se acerca al Señor para pedir por su hija. El Señor no le presta atención. Los discípulos interceden por ella.
¿Por qué el Señor no la atiende? Una de las razones la escuchamos luego: ella no era israelita y el Señor había sido enviado a las ovejas descarriadas de Israel. Ella practicaba otra religión y se acercaba a Jesús por interés. Su desesperación hacía que ella buscara cualquier solución para su hija. Esa mujer necesitaba purificación, al igual que muchos cristianos que hoy se acercan al Señor solo porque quieren obtener un beneficio, pero no buscan reconocer su Nombre ni alcanzar un compromiso en su propia vida. Sin un compromiso en su vida, difícilmente recibiría un favor del Señor –no para su hija– sino para ella.
Tras la petición de los apóstoles, la mujer se llega hasta Jesús y le suplica: “Señor, ayúdame”. El Señor le dice una frase muy dura: “No está bien quitarles el pan a los hijos para echárselo a los perritos”. Hay que aclarar que, en esa época, los judíos llamaban a los extranjeros “perros”. El Señor le hace saber que ese tesoro que lleva no está bien dárselo a quien no tiene fe en el Salvador. La mujer lo entiende bien. (Hoy cualquier persona se habría detenido a considerar lo “fuerte y ofensivo” que resulta la palabra perro, sin detenerse a considerar el mensaje. Y, de esa manera, habría puesto fin al trato con el Señor).
La mujer da el salto a la fe: aunque no pertenece al pueblo de Israel, reconoce la Majestad Divina y, aunque no lo merece, suplica su misericordia pidiendo “migajas”. La mujer había purificado su intención y el Señor lo reconoce y le concede lo que pide.
Cada uno de nosotros rechaza naturalmente la adversidad. Y es normal. No obstante, nuestra fe nos enseña que la adversidad es un camino de purificación. Existe siempre la tentación de considerar a Dios como un sirviente al que vamos, le pedimos y tiene que concedernos. Eso no es lo que quiere Dios: Él quiere que nos entreguemos por completo, que nos comprometamos con Él. No siempre es fácil, por eso hay que caminar siempre por la vía de la purificación interior.
Aprendamos de este pasaje de la Cananea a purificar nuestras intenciones en el trato con Nuestro Señor.
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