La experiencia de Cristo Jesús


Las palabras de Nuestro Señor Jesucristo no tienen segundas interpretaciones u otro sentido: “El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna y yo lo resucitaré el último día. Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él.”.

Todo creyente debería hacerse esta pregunta: ¿Cómo Jesús puede ser verdadera comida y bebida? ¿Cómo el Señor Jesús puede permanecer en mí por comerlo?

En este punto, el creyente debe volver a la fuente de la Palabra de Dios. Y la respuesta está en la primera lectura y en el salmo de la Santa Misa de hoy: ambos hablan de gustar o experimentar. En otras palabras, se trata de vivir ese encuentro con el Señor en la Eucaristía.

¡Es el mejor momento para el cristiano! No hay otro igual. Es tan especial que San Pablo manda a que cada uno se ponga en la presencia de Dios y se examine. La razón es muy sencilla: ¡va a recibir al Señor! (1Co 11, 28-29). Por eso, para que el momento de la comunión sea efectivamente alimento para el alma del cristiano, el creyente debe recorrer un camino:

Lo primero y lo más importante: saber que se recibe al Señor con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, vivo y glorioso como está en el cielo. Ante tanta grandeza, todo cristiano ha de sentirse, al menos, emocionado.

Entonces, ese cristiano se dará cuenta que, para recibir a su Creador, a su Redentor y a su Salvador, debe estar preparado interiormente. No puede acercarse a recibirlo de cualquier manera. Lo primero es revisarse si hay algún pecadito que merezca una preparación mejor con el sacramento de la Confesión.

Después, debe recorrer un itinerario personal: debe ir aumentando el grado de conciencia de saber que recibirá a Jesucristo. La oración es la mejor preparación. Junto a esto, el recogimiento previo (evitando distracciones) ayudará para que cada encuentro con el Señor sea único.

Ayuda también la preparación externa: el ayuno eucarístico y la actitud corporal (gestos, vestido) se manifiesta el respeto, la solemnidad, el gozo de ese momento en que Cristo se hace nuestro huésped.

Entonces, en la experiencia, en la vivencia del encuentro con Cristo nos haremos uno con Él: El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él.

Y la comunión con Cristo en la Eucaristía traerá otros frutos muy especiales:

Lo que el alimento material produce en nuestra vida corporal, la comunión lo realiza de manera admirable en nuestra vida espiritual. La comunión con la Carne de Cristo resucitado conserva, acrecienta y renueva la vida de gracia recibida en el Bautismo.

La comunión nos separa del pecado. La Eucaristía no puede unirnos a Cristo sin purificarnos al mismo tiempo de los pecados cometidos y preservarnos de futuros pecados: Por la misma caridad que enciende en nosotros, la Eucaristía nos preserva de futuros pecados mortales. Cuanto más participamos en la vida de Cristo y más progresamos en su amistad, tanto más difícil se nos hará romper con Él por el pecado mortal.

Como el alimento corporal sirve para restaurar la pérdida de fuerzas, la Eucaristía fortalece la caridad que, en la vida cotidiana, tiende a debilitarse; y esta caridad vivificada borra los pecados veniales.




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