Una comunidad sin vínculos - Carlo María Martini
Tomado del libro "Pueblo mío, sal de Egipto", pp. 18-23
Una
comunidad sin vínculos
El punto de partida de nuestra reflexión
desea examinar el momento en que la comunidad aparece desunida, la conciencia
atomizada, entendiendo con ello ese estado personal y comunitario en que los
individuos no están fusionados, no son juntamente coherentes, sino que viven
diversas formas de falta de vinculación. Es la situación que vuelve a
presentarse continuamente por el pecado del hombre en la sociedad, por el
pecado del cristiano en la Iglesia y por el pecado personal de cada uno de
nosotros. La conciencia atomizada es una imagen de sí mismo, no intelectual
sino vivida; un concepto de sí mismo, tanto personal (mi vida) como comunitario
(mi parroquia, mi grupo, mi Iglesia, mi ciudad, mi nación, mi patria),
dividido, no unitario; una percepción de sí mismo, no como unidad en la que
todo se integra para expresar fuerza y entusiasmo, sino como visión en la que
se siente la desintegración, la falta de armonía, la desvinculación como suele
decirse, y que engendra el descontento, el malhumor, la amargura, las
pretensiones, las rivalidades, el resentimiento. Ésta es la conciencia
atomizada: conciencia que es llamada a la unidad, pero que se rompe en mil
pedazos, en mil átomos. Cada uno busca su interés, se forman pequeños grupos de
alianzas que luego se disuelven fácilmente cuando nacen nuevos intereses.
Posteriormente, todo esto se amplía a la conciencia comunitaria. En un grupo,
en una asociación, en una parroquia, se perciben fermentos centrífugos que
obligan a realizar un esfuerzo tres veces superior al necesario, incluso en
cosas mínimas. Y, finalmente, todo esto se expresa más ampliamente a nivel de
nuestra conciencia ciudadana: de ahí los partidos, las luchas, las divisiones
del mundo, las diversas culturas. Os propongo en primer lugar que reflexionéis
sobre la situación del pueblo en Egipto que nos describe el Éxodo. ¿Qué es lo
que significa el Éxodo? Los capítulos 2, 3 y 5 del Éxodo dan a conocer cómo
vivió el pueblo elegido su condición de siervo en Egipto.
La vivió sufriendo todos juntos. En
efecto, dice el Señor: «Bien vista tengo
la aflicción de mi pueblo en Egipto, y he escuchado el clamor que le arrancan
sus capataces, pues ya conozco sus sufrimientos... Así pues, el clamor de los
hijos de Israel ha llegado hasta mí» (Ex 3,7-9). Es un pueblo que vive en
su sufrimiento una cierta experiencia dolorosa de unidad, una unidad de dolor y
de lamentación. Pero, además del sufrimiento, hay una unidad de tradiciones
culturales y religiosas, hasta el punto de que Dios le dice a Moisés: «Así dirás a los hijos de Israel:
"Yahvé, el Dios de vuestros padres, el Dios de Abraham, de Isaac y de
Jacob, me ha enviado a vosotros"» (3,15). Se trata de un pueblo que,
al oír hablar de Abraham, Isaac y Jacob, aguza su oído, porque tiene una común
tradición -una misma cultura, diríamos hoy-: todos prestan atención a ciertos
recuerdos históricos que constituyen una tradición religiosa, ya que apela no
sólo a Abraham, Isaac y Jacob, sino al Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob.
Sin embargo, este pueblo no vive una
unidad de corazones. El capítulo 2 del libro del Éxodo describe cómo Moisés,
una vez mayor de edad, acude a sus hermanos: observa los duros trabajos con que
se ven oprimidos, ve a un egipcio golpeando a un hebreo, a un hermano suyo;
mira a su alrededor para estar seguro de que nadie lo ve, da muerte al egipcio
y lo sepulta en la arena, pensando que ha hecho un gran servicio a su pueblo.
El libro del Éxodo no añade ningún comentario, pero sí lo hace el libro de los
Hechos de los Apóstoles cuando dice: «Al
ver que uno de ellos era maltratado, tomó su defensa y vengó al oprimido
matando al egipcio. Pensaba él que sus hermanos comprenderían que Dios les
daría la salvación por su mano...» (es decir, Moisés pensaba: si éste es un
pueblo, si tiene una conciencia unitaria y si ve que yo me bato por uno de
ellos, todos estarán conmigo y hasta me aclamarán como Mesías). «...pero ellos no lo comprendieron. Al día
siguiente, se presentó en medio de ellos mientras estaban peleándose, y trataba
de ponerles en paz diciendo: "Amigos, que sois hermanos, ¿por qué os
maltratáis uno al otro?"» (obsérvese la mención por tercera vez del
hermano, es decir, la apelación al hecho de que son una comunidad). «Pero el que maltrataba a su compañero le
rechazó diciendo: "¿Quién te ha nombrado jefe y juez sobre nosotros? ¿Es
que quieres matarme a mí como mataste ayer al egipcio?"» (Hch
7,24-28). Moisés entonces sintió miedo de que se supiera lo ocurrido. En
efecto, el faraón se enteró de lo que había pasado y ordenó darle muerte. «Entonces Moisés huyó de la presencia del
faraón y se fue a vivir al país de Madián. Se sentó junto a un pozo» (Ex
2,15). Es como si se derrumbara fatalmente la solidaridad. Nadie levanta un
solo dedo para defender a Moisés; más aún, probablemente lo denunciaron
enseguida y, cuando se vio perseguido, no encontró acogida en ninguna casa para
refugiarse en ella. He aquí cómo este pueblo, en medio de sus sufrimientos,
vive en su interior un cúmulo de rivalidades, de envidias, de tensiones..., y
en su unidad de sufrimiento no logra realizar una conciencia unitaria de
solidaridad. Se advierte en él un fuerte derrotismo, una incapacidad de
sostenerse unos a otros; están al lado de uno cuando es más fuerte, y entonces
se alían con él; pero, apenas se debilita su poder, lo abandonan, lo critican y
dicen: Ya lo conocemos, no tenemos nada que ver con él.
Veamos un segundo episodio en el
capítulo 5 del Éxodo, cuando el faraón decide aumentar el peso del trabajo de
los hebreos. Para ello da esta orden «a
los capataces del pueblo y a los escribas: "Ya no daréis como antes paja
al pueblo para hacer ladrillos; que vayan ellos mismos a buscársela. Pero que
hagan la misma cantidad de ladrillos que hacían antes, sin rebajarla, pues son
unos perezosos"» (Ex 5,7-8). Pero ¿cómo se hace esto? Con una estrategia
muy sutil que sirve para dividir al pueblo. En efecto, la orden del faraón no
la ejecutan los vigilantes egipcios, sino los hebreos constituidos en capataces
de sus hermanos. Y de esta manera, cuando el trabajo no se lleva a cabo, los
vigilantes egipcios castigan «a los
capataces de los hijos de Israel diciéndoles: "¿Por qué no habéis hecho,
ni ayer ni hoy, la misma cantidad de ladrillos que antes?"... Los escribas
de los hijos de Israel se vieron en gran aprieto, pues les ordenaron: "No
disminuiréis vuestra producción diaria de ladrillos". Encontráronse, pues,
con Moisés y Aarón, que les estaban esperando a la salida de su entrevista con
faraón, y les dijeron: "Que Yahvé os examine y que él os juzgue por
habernos hecho odiosos a faraón y a sus siervos y haber puesto la espada en sus
manos para matarnos"» (5,14.19-21).
He aquí todo el proceso de división:
primero, algunos de los israelitas aceptan ser capataces de los demás para
trabajar menos y hacer trabajar a los demás; luego, éstos se hacen odiosos al
faraón porque no han conseguido obtener bastante de sus hermanos y se rebelan
contra Moisés, lo maldicen y lo insultan. En un pueblo que sufre, ocurre que
unos se oponen a los otros, mientras que el opresor sabe sacar ventaja de esta
situación. Quizá nosotros pensemos que lo mejor debería haber sido que ninguno
aceptase el cargo de capataz, sino que todos adoptasen juntamente una actitud
de resistencia pasiva. Pero las cosas no suelen ser de este modo. Quizá os
acordéis de una película de hace algunos años, en la que se narra la invasión
de Polonia; lleva por título «Kapó». En un campo de concentración, una mujer
polaca es puesta al frente de las demás para hacerles trabajar. Esta mujer, una
patriota llena de celo por su patria y que había sido encarcelada por su
actitud patriótica, se convierte en inspectora de las demás, entra en un
sistema por el que aplasta a las otras con los pequeños privilegios que le
otorga su función de jefe; cuando se da cuenta del carácter dramático de su
condición, se suicida, arrojándose sobre la alambrada cargada de corriente
eléctrica. Es el drama de la disgregación de un pueblo que sufre y que no
consigue ni siquiera ser solidario en su resistencia. Ésta es, por tanto, la
situación del pueblo en Egipto: unidad de sufrimiento, unidad de tradiciones
culturales y religiosas, pero no unidad de corazones. Esto quiere decir que
para el hombre, incluso en situaciones que requerirían al parecer un gran
espíritu de solidaridad, es sumamente difícil alcanzar la liberación, ya que
los egoísmos particulares, explotados con habilidad, dividen a la conciencia
unitaria. La conciencia atomizada es la conciencia de un pueblo que vive una gran
frustración, que tiene un gran deseo de libertad y que, al mismo tiempo, es
incapaz de conseguirla. En efecto, muchas veces el que tiene que llevar
adelante el movimiento de libertad acaba imponiéndose a los demás para obtener
su propio provecho.
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