La dura misión del profeta
Todos, por razón de nuestro
bautismo, somos configurados a Cristo Sacerdote, Profeta y Rey. Todos somos
profetas: estamos llamados a llevar el mensaje de parte del Señor. Es lo que el
Papa Francisco nos enseña en la Evangelii
Gaudium: “En virtud del bautismo recibido, cada miembro del Pueblo de Dios
se ha convertido en discípulo misionero (cf Mt 28, 19). Cada uno de los
bautizados, cualquiera sea su función dentro de la Iglesia y el grado de
ilustración de su fe, es un agente evangelizador” (n. 120)
Hoy las lecturas de la Misa nos
invitan a considerar nuestra vocación de profeta y las dificultades que vamos a
encontrar en el ejercicio de nuestra misión. La principal de todas es la
desatención de quienes nos escuchan. Es una posibilidad más que cierta que
quienes nos rodean, incluso nuestra propia familia, van a desacreditarnos o no
van a querer escucharnos. De hecho, así se lo hace saber el Señor a Ezequiel: “También los hijos son testarudos y
obstinados; a ellos te envío para que les digas: "Esto dice el Señor".
Ellos, te hagan caso o no te hagan caso, pues son un pueblo rebelde, sabrán que
hubo un profeta en medio de ellos” (Ez 2, 5)
Esa actitud de desacreditar al
profeta la escuchamos en el Evangelio de nuestra Misa de hoy (Mc 6, 1-6). Ante
semejante actitud, el Señor Jesús declara: “No desprecian a un profeta más
que en su tierra, entre sus parientes y en su casa”.
La actitud de los demás no debe
ser la razón para desistir: de hecho, forma parte de la dinámica de la
evangelización: el profeta anuncia, algunos escucharán y otros no. De entre
quienes escuchan, algunos darán frutos, otros no. No por eso debemos dejar de
anunciar a Cristo Jesús con nuestras palabras y nuestras acciones. ¡Eso es
testimonio! ¡Eso es evangelizar!
Somos profetas, somos
evangelizadores, somos misioneros. No obstante la adversidad, seguimos adelante
en nuestra misión.
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