El Pastor y los pastores
En
el Antiguo Testamento la figura del pastor tenía un significado amplio.
Pastores de Israel eran todos los que tenían la responsabilidad de cuidar del
Pueblo: el rey, los sacerdotes, los levitas, los ancianos y los diferentes consejos
que a lo largo de la historia de Israel y Judá se conformaron para la atención
de los israelitas. Después del exilio, eran considerados “pastores” de Israel
quienes le enseñaban: los rabinos (maestros).
En
la historia bíblica hubo altibajos. En algunas ocasiones los reyes y sacerdotes
se portaron con celo ejemplar. En otras ocasiones, los reyes y sacerdotes
olvidaron su misión y desviaron su corazón a intereses non sanctos. Y no solo se portaron mal, sino que llevaron al pueblo
a alejarse de Dios.
Los
profetas anunciaron en múltiples ocasiones que los pastores se habían olvidado
de la grey. Criticaban que en vez de apacentar a las “ovejas” se apacentaban “a
sí mismos”, es decir, que buscaban su propio beneficio. En ese contexto, los
profetas anuncian, de parte de Dios, que quien se encargará del cuidado del
pueblo será Dios mismo. Para ello, Dios suscitaría a un descendiente del gran
rey de Israel, David, para que en su nombre apacentara la grey del pueblo de
Dios. Así lo escuchamos en la primera lectura de nuestra Santa Misa de hoy.
Este anuncio se refería al Mesías, Jesucristo, hijo de David. Es por eso que el
Señor Jesús se aplica a sí mismo el título de Buen Pastor (Jn 10,11). En muchos
pasajes del Antiguo Testamento se aplica a Yahweh el título de Pastor de
Israel, no solo en los profetas sino también en los Salmos. Es, tal vez, el
Salmo más conocido, el número 23, compuesto por el gran rey David: “El Señor es
mi pastor, nada me falta”.
No
debemos olvidar nunca que Dios mismo quiere servirse de mediaciones humanas.
Esto significa que el Señor ha querido servirse de hombres para hacer llegar su
mensaje de salvación. La Sagrada Escritura es clara en eso: escogió un pueblo
de la descendencia de un hombre, se sirvió de profetas, eligió reyes y
sacerdotes. Finalmente, se hizo hombre y puso su morada entre nosotros. Jesús
escogió de entre sus discípulos quienes fueran a llevar su mensaje, como lo
escuchamos el domingo pasado.
La
misma Sagrada Escritura es explícita al señalar que esos mismos hombres, no
obstante ser escogidos por Dios, están sometidos a las mismas miserias de todos
los hombres, y pueden —y es casi seguro que así ocurra— equivocarse en su
misión. También puede ser que en ocasiones se encuentren cansados, tristes,
enfermos…
Eso
nos lleva a otra cosa: no seguimos a sacerdotes, obispos o al Papa. Seguimos a
Jesucristo, y cada uno de ellos es un instrumento en manos de Jesucristo. No
debemos agradar al instrumento, sino a Cristo Jesús. Y ante quien arguye que no
asiste a la Iglesia porque el sacerdote tal o cual no es de una manera o de
otra, debemos recordarle que seguimos a Jesucristo, no a un hombre.
Ora
por los sacerdotes para que seamos fieles.
Dios
te bendiga.
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