No siempre la voz del pueblo es la voz de Dios
Este es el único día del año en que se pueden leer dos lecturas del
Evangelio. El primero, nos relata la entrada de Jesús a Jerusalén. El segundo,
las últimas horas de Jesús sobre la tierra: desde la última Cena con sus
apóstoles hasta su crucifixión y muerte en cruz.
Los dos pasajes del Evangelio que escuchamos hoy en nuestra Santa Misa nos
muestran cuán volubles pueden ser nuestras emociones. En el primer Evangelio
escuchamos cómo el pueblo de Israel que se encontraba en Jerusalén para las
fiestas de Pascua, alabó la entrada de Jesús en la ciudad Santa: “¡Hosanna!
¡Viva el Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna en
el cielo!”. Ese mismo pueblo, unos días después, reunidos en el Enlosado, con
Pilatos al frente, pidió la libertad de Barrabás. «Pilato les dijo: “¿Y qué voy
a hacer con Jesús, que se dice el Mesías?” Respondieron todos: “Crucifícalo”.
Pilato preguntó: “Pero, ¿qué mal ha hecho?” Mas ellos seguían gritando cada vez
con más fuerza: “¡Crucifícalo!”»
Porque muchos hagan algo malo eso no lo convierte en bueno, y porque muchos
dejen de hacer algo bueno, hacerlo no es malo. Nosotros poseemos un modo de
conocer muy limitado: solo podemos conocer parcialmente, pero además lo poco
que conocemos puede verse viciado por nuestros sentimientos. Una persona con
una vida ejemplar puede ver destrozada su vida por personas con el corazón
envenenado. Eso pasa mucho en la política.
Si muchos hacen algo malo, seguirá siendo malo. No podemos escondernos en
el hecho de que “los demás lo hacen”. Igual, si muchos no hacen algo bueno, no
hacerlo nunca será bueno: siempre será malo. La bondad o maldad no radica en
que lo haga la mayoría, sino si es adecuado la Voluntad de Dios o no.
Por eso, hemos de procurar conocer la Voluntad de Dios para saber cuándo
hacemos algo bueno o algo malo. No debemos dejarnos llevar por lo que dicen los
demás ni por lo que hagan los demás. Ciertamente, resulta muy duro para algunos
resistir a la moda, o a lo que hacen o dejan de hacer la mayoría de las
personas. Esas personas, lamentablemente, han hecho de su ideal no ser felices:
no deciden por sí mismos, deciden por la presión social. El resultado es
ineludible: no serán jamás felices porque se desgastarán agradando a los demás.
Si no tenemos este criterio claro, podemos reeditar la actitud de los que
se encontraban reunidos en Jerusalén y hacer tal vez lo peor que ha ocurrido en
la historia: pedir la muerte del Hijo de Dios.
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