Los dones del Espíritu Santo
Una pequeñita descripción de los dones del Espíritu, que recibimos en el sacramento de la confirmación.
El Temor de Dios es un don que nos hace concientes de nuestras culpas y del castigo divino, es el temor a ofender a Dios: el alma se preocupa en no disgustar a Dios. Dice la Biblia: “El que teme al Señor acepta sus lecciones, los que lo buscan desde la aurora recibirán buena acogida. El que se dedica a la Ley, ésta lo llenará; el que sólo disimula, ésta lo hará caer. El Señor recibirá a los que le temen, sus buenas acciones brillarán como la luz” (Sir 32, 14 – 16). San Pablo nos aconseja: “Queridos hermanos, purifiquémonos de toda mancha del cuerpo y del espíritu, haciendo realidad la obra de nuestra santificación en el temor de Dios” (2Cor 7,1)
El don de sabiduría es el gusto para lo espiritual, la capacidad de juzgar según la medida de Dios. Elevemos nuestra plegaria con las palabras de la Biblia: “Junto a ti está esa Sabiduría que conoce todas tus obras, que estaba contigo cuando hacías el mundo, que sabe lo que te agrada y está de acuerdo con tus mandamientos. Haz que descienda desde el cielo donde todo es santo, envíala desde tu trono glorioso, para que esté a mi lado en mis trabajos y sepa lo que te gusta” (Sab 9, 9-10)
El don de entendimiento es una gracia del Espíritu Santo para comprender la Palabra de Dios y profundizar las verdades reveladas. Dice el libro de la Sabiduría: “Oré y me fue dada la inteligencia; (...) La preferí a los cetros y a los tronos, y estimé en nada la riqueza al lado de ella. Vi que valía más que las piedras preciosas; el oro es sólo un poco de arena delante de ella, y la plata, menos que el barro. La amé más que a la salud y a la belleza, incluso la preferí a la luz del sol, pues su claridad nunca se oculta” (7, 7-10)
El don de consejo es una gracia del Espíritu Santo que ilumina la conciencia en las opciones que la vida diaria le impone, sugiriéndole lo que es lícito, lo que corresponde, lo que conviene más al alma. Es la ayuda que brinda el Señor, basta que lo pidamos, como dice el libro de los Salmos: “Por eso el varón santo te suplica en la hora de la angustia. Aunque las grandes aguas se desbordasen, no lo podrán alcanzar. Tú eres un refugio para mí, me guardas en la prueba, y me envuelves con tu salvación. «Yo te voy a instruir, te enseñaré el camino, te cuidaré, seré tu consejero»” (Sal 32, 6-8)
El don de fortaleza es una fuerza sobrenatural para obrar valerosamente lo que Dios quiere de nosotros, y sobrellevar las contrariedades de la vida; para resistir las instigaciones de las pasiones internas y las presiones del ambiente. Nos hace superar la timidez y la agresividad. Es la promesa que escuchamos de labios del Señor: “recibirán la fuerza del Espíritu Santo cuando venga sobre ustedes, y serán mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría y hasta los extremos de la tierra” (Hech 1, 8)
Con el don de ciencia, el Espíritu Santo nos da a conocer el verdadero valor de las criaturas en su relación con el Creador para que no nos caiga el reproche que leemos en la Biblia: “¡Cuánta más pena dan los que ponen su confianza en cosas muertas, y que dan el nombre de dioses a lo que ha salido de manos humanas: oro, plata cincelada, figuras de animales y hasta la piedra inservible, que un buen día fue esculpida por alguien!” (Sab 13, 10)
Con el don de piedad, el Espíritu Santo sana nuestro corazón de todo tipo de dureza y lo abre a la ternura para con Dios como Padre y para con los hermanos como hijos del mismo Padre. Así nos enseña San Pablo: “Ustedes ahora son hijos, y como son hijos, Dios ha mandado a nuestros corazones el Espíritu de su propio Hijo que clama al Padre: ¡Abbá!, o sea: ¡Padre! De modo que ya no eres esclavo, sino hijo, y siendo hijo, Dios te da la herencia” (Gal 4, 6-7)
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