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La alegría de la conversión

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                 Las lecturas de hoy son una invitación a considerar algo que seguramente ya sabemos, pero que olvidamos con facilidad.                 El llamado que hizo el Señor Jesús al inicio de su vida pública (mismo llamado que hace hoy) fue a la conversión: Conviértanse y crean en el Evangelio (Mc 1, 15).                 La conversión es el resultado de reconocer el amor que Dios nos ha mostrado primero; que nuestra vida está llena de acciones que no están bien, que nos dejan un daño a nosotros y los demás; y que respondiendo al amor de Dios, rectifico mi vida dejando atrás el mal que he hecho. Arrepentirse conlleva necesariamente el cambio de vida. Decir: “Sé que estoy haciendo mal” pero no cambiar de vida, no es arrepentimiento. ...

EN ÉL SOMOS, NOS MOVEMOS Y EXISTIMOS… (HECH. 17, 28)

Con estas palabras, San Pablo se dirigió a los atenienses en el Areópago, tratando de hacerles entender que Dios no está lejos de nosotros. Para nosotros, los cristianos, es más patente todavía.                 Comenzamos nuestra vida cristiana, recibiendo el bautismo, en donde recibimos la ablución del agua “en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo”. Y toda la liturgia, los actos de culto que son manifestación de nuestra fe, está orientada a la alabanza de la Santísima Trinidad.                 Con respecto a esto último, quiero llamar tu atención sobre dos actos de culto. Uno que lo hacemos casi a diario (la señal de la cruz) y el acto de culto por excelencia: la Santa Misa.                 Cuando hacemos la señal de la cruz decimos...

¡Vengan conmigo!

Lo decimos en el Credo: Subió a los cielos y está sentado a la derecha del Padre. Y eso tiene un gran significado para nosotros. En el prefacio de la Misa de este domingo escuchamos: Porque el Señor Jesús, rey de la gloria, triunfador del pecado y de la muerte, ante la admiración de los ángeles, ascendió hoy a lo más alto de los cielos, como mediador entre Dios y los hombres, juez del mundo y Señor de los espíritus celestiales. No se fue para alejarse de nuestra pequeñez, sino para que pusiéramos nuestra esperanza en llegar, como miembros suyos, a donde Él, nuestra cabeza y principio, nos ha precedido.                 Y no es cosa de poca importancia. Al contrario. Ya lo escuchamos en la segunda lectura: “ Cristo no entró en el santuario de la antigua alianza, construido por mano de hombres y que sólo era figura del verdadero, sino en el cielo ...

El Espíritu Santo nos guía a la verdad

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Es inevitable que surjan diferencias entre los hombres. Y es inevitable porque todos somos distintos, tenemos biografías distintas, porque tenemos emociones diversas e intereses divergentes. No deberíamos convertir las diferencias en una razón para dividirnos o para imponerlas a la fuerza. Al contrario, las diferencias deben ser el punto de partida para reconocernos diferentes, y a partir de la diversidad encontrar la verdad que no solo nos une, sino la verdad que puede y debe transformar nuestra vida. Jesús es la verdad (Jn 14,6). Su vida, sus palabras –su mensaje– son guía segura para nuestra vida. Es cierto que ante la Palabra del Señor existen diversas actitudes: desde el rechazo, la ignorancia, pasando por aceptar lo que me es cómodo hasta llegar a la aceptación completa. ¿Cómo evitar no caer en el error o en la mentira?

Jesús nos ama

                Hemos escuchado en el Evangelio de hoy las palabras del Maestro: “ Les doy un mandamiento nuevo: que se amen los unos a los otros, como yo los he amado ”. Es interesante.             Jesús, el Señor, es el modelo. Porque Él nos ha amado primero, nos enseña cómo debe ser el cumplimiento de este mandato.             Si el padre en la Misa te preguntara: ¿sabes que Jesús te ama?, no dudo que la respuesta sería: Sí, lo sé. Pero, ¿verdaderamente lo sé? ¿cómo sé que Jesús me ama?             El primer paso para comprender y vivir esta verdad grande como una casa, es el siguiente: amar es buscar el bien de otro sin ningún tipo de interés. Sin este presupuesto, no se puede comprender el resto del mensaje.

El Buen Pastor y los buenos pastores

El Señor en los Evangelios se aplica el título de Buen Pastor. Para una sociedad “citadina” la figura es extraña. El pastor es la persona que guarda, guía y apacienta el ganado, especialmente el de ovejas. Jesús usa el símil del pastor y las ovejas para referirse a Él y nosotros. El mismo empeño que un buen pastor pone en guardar, guiar y apacentar a las ovejas, es el mismo empeño que Nuestro Señor tiene con nosotros. El capítulo 10 del Evangelio según San Juan contiene una declaración completa del Señor. La figura del pastor no es nueva en la Sagrada Escritura. De hecho, para el Pueblo de Israel el Pastor era Yahweh: “ El Señor es mi pastor: nada me falta ” (Sal 23, 1) y así se dirigen a Él: “ Escucha, pastor de Israel, que guías a José como un rebaño, tú que te sientas en los querubines resplandece delante de Efraín, Benjamín y Manasés. ¡Despierta tu valentía, ven y sálvanos! ¡Oh Dios, retómanos en tus manos, haz brillar tu faz y sálvanos! ” (Sal 80, 2 – 4). Los prof...