No esperes algo extraordinario

 Las lecturas de la Santa Misa de hoy nos dan muchísimos puntos para reflexionar. Me permitiré detenerme en dos.

En la primera lectura, del profeta Amós (6, 1a. 4-7), el profeta denuncia con un lenguaje directo lo que en teología se llama la hipocresía religiosa. Hace una fuerte crítica de aquellas personas que se dedican a prácticas que no son consecuentes con el mensaje del Evangelio y que pregonan que ellos son los que cumplen la voluntad de Dios. En otras palabras, llevan una vida disoluta y se presentan ante todo el mundo como si fuesen ellos los perfectos seguidores de Cristo. 

La gran maldad de la hipocresía religiosa es que se aparta de aquella indicación del Señor de "amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a sí mismo". El hipócrita religioso solo se busca a sí mismo, Y como dice el profeta: "no se preocupan por las desgracias de sus hermanos". 

El Evangelio (Lc 16, 19-31) que escuchamos hoy es la parábola conocida como el rico Epulón y el pobre Lázaro. El mensaje inicial está claro: Nuestro Señor quiere ponernos en alerta sobre el peligro que significa el egoísmo que busca poner como centro el disfrute sin límites, que llega al extremo de olvidarse de las demás personas necesitadas, incluso teniéndolas frente a nuestras narices. 

El egoísmo, que está también en la base de la hipocresía religiosa, lleva a asumir actitudes ridículas a la hora de justificar los propios pecados. Un golpe de realidad a veces no es suficiente. Estando el rico en el infierno, pide a Abraham que envíe a Lázaro para llamar a la conversión a sus hermanos. Abraham le hace saber su negativa, recordándole que Dios ya ha dispuesto personas que envíen el mensaje a los hombres. El rico, entonces, razona de la siguiente manera: si un muerto va a verlos sí escucharán. 

La enseñanza del Maestro es diáfana: en su providencia Dios ha dispuesto mediaciones humanas para hacer llegar el mensaje de salvación. Ellos son los encargados de hacer llegar el mensaje. Basar la aceptación del mensaje en un hecho extraordinario, además de ridículo, supone un altísimo grado de soberbia al pretender exigir a Dios, en quien no cree, que haga algo extraordinario para que él crea. 

El llamado para volvernos a Dios es constante. Dios nuestro ha dispuesto una serie de personas para llevar el mensaje del Evangelio. Solo dependerá de nosotros aceptarlo o no, pero bajo ninguna circunstancia hemos de esperar algo extraordinario. 

Alejémonos de la hipocresía religiosa y del egoísmo que suponen un inmenso obstáculo para que podamos acercarnos a Dios. Actuar de esa manera es ponernos al centro de todo y no poner en el centro a Dios todopoderoso, para quién es la gloria, el honor y el poder por los siglos de los siglos.


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