La alegoría de la lepra

 Una alegoría es un relato de un hecho o historia al que se le da un significado especial. Se dice entonces que en una alegoría hay un sentido recto y un sentido figurado. En la Sagrada Escritura hay un gran número de alegorías. Y hoy estamos en presencia de una.

En Israel había una normativa muy estricta sobre la lepra, como escuchamos en la primera lectura de nuestra Santa Misa (Lv 13, 1-2. 44-46). Cualquier persona que tuviese un eccema en la piel debía acudir a los sacerdotes para que emitieran su juicio. Si el sacerdote dictaminaba que se trataba de lepra, cambiaba totalmente la vida de esa persona. A partir de ese momento era declarado impuro y debía irse de la ciudad o pueblo para vivir apartado. Debía cubrirse completamente y si tenía que acudir al pueblo, debía anunciar a gritos que era impuro. Si se veía libre de la lepra, entonces, debía ofrecer un sacrificio y para ello debía buscar a un sacerdote.

No fue difícil para los primeros escritores cristianos establecer una similitud entre la lepra y el pecado. De la misma manera que la lepra aparta al israelita de la comunidad, el pecado aparta de la comunión con los hermanos. A veces, no solo lo hace en sentido espiritual sino también en sentido real: por actitudes y comportamientos las personas dejan de tratar a ese sujeto.

El Evangelio (Mc 1, 40-45) nos presenta el relato de un leproso que pide al Señor que, si es su voluntad, le limpie de la lepra. Y el Señor le responde escuetamente, pero con un significado profundo: "¡Sí quiero: Sana!". Y dice el evangelista: “Inmediatamente se le quitó la lepra y quedó limpio”.

La curación que realiza Jesús le devuelve la posibilidad de reintegrarse a la comunidad y a la normalidad. Este es el efecto físico-espiritual de la acción del Señor en la persona: superar sus «lepras», es decir, todo lo que le impide la convivencia y lo condena a una soledad deprimente, convirtiéndolo, en cambio, en testimonio de la obra de Dios. La acción de Jesús hace posible la convivencia y la vida en común.

Un último punto a considerar: el leproso sanado anunció a todos lo que el Señor había hecho con él. Él se acercó a Jesús reconociéndole como el enviado de Dios y le pidió con humildad: si tú lo quieres… Este leproso no solo se vio curado, sino también sanado: no solo se vio beneficiado su cuerpo, sino sobre todo su espíritu. Hoy, muchos cristianos acuden al Señor para pedir un beneficio personal, pero no se dejan tocar por la gracia, porque no tienen interés, no quieren ser fieles al Señor. No quieren ser sanados.

Si el pecado es la enfermedad, Jesús es el remedio. La sanación conlleva una disposición al cambio: a seguir las indicaciones de Jesús. Todos debemos cumplir la voluntad de Cristo para caminar en santidad y sanación.

Bendiciones para todos.


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