El Señor conoce cómo somos


Las lecturas de la Misa de este domingo nos manifiestan uno de los atributos del Señor: Dios lo sabe todo, lo que tenemos en el corazón, hasta nuestros pensamientos más profundos.
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Los seres humanos normalmente nos dejamos llevar por las apariencias, y eso no es malo. Nadie compraría una fruta de mal aspecto con el argumento de que por dentro probablemente esté bueno. Lo malo del ser humano es que, cuando juzgamos a otras personas, las apariencias influyen en nuestra decisión. Pero no solo eso: la percepción que cada uno tenga de sí mismo influye en el trato con los demás.
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El Señor inicia la parábola de hoy (el publicano y el fariseo que fueron a orar al Templo de Jerusalén, Lc 18, 9-14): dijo esta parábola a algunos que se confiaban en sí mismos por considerarse justos y despreciaban a los demás. No es un secreto para nadie que no existen las personas perfectas. Todos, quien más quien menos, tenemos defectos. Creerse perfectos (una suerte de autoestima patológica) supone que el sujeto renunciará a cualquier proceso que implique revisión de su propia vida y que implique el inicio de un proceso que le saque de su “zona de confort”. Una persona así cae en la hipocresía: muestra algo que, en realidad, no es. Y una persona que se cree perfecta tratará mal a los demás, a quienes seguramente les encontrará miles de defectos y les tratará como seres inferiores. Como el fariseo al publicano.
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Es inútil tratar de engañar a Nuestro Señor. Él nos conoce perfectamente y por eso el Señor detesta la hipocresía: indica una falta de fe muy grande y, al mismo tiempo, manifiesta la intensión de engañar al que es el Autor de la Verdad.
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Esta es la razón por la cual Nuestro Señor Jesucristo afirma categóricamente que el fariseo no bajó justificado: su falta de sinceridad al momento de orar se convirtió en un impedimento para que el encuentro con Dios hubiese transformado su corazón. El publicano, en cambio, fue sincero (no importa lo que haya hecho) y por eso dejó que la Gracia Divina tocara y transformara su corazón.
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Sinceridad y humildad son condiciones indispensables para un encuentro fructífero con Dios. Dejemos que Jesús transforme nuestro corazón.

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