Dar razón de nuestra esperanza (1Pe 3, 15)
En
la segunda lectura de nuestra Santa Misa de hoy, escuchamos un pasaje de la
primera carta de San Pedro. El primer Papa escribe consciente de su misión de
confirmar en la fe a todos sus hermanos de todos los tiempos. Hoy, la Iglesia
propone para nuestra consideración un consejo válido siempre, que además debe
ser la actitud perenne del creyente: estar dispuestos a dar razón de nuestra
esperanza.
¿En
qué espero? ¿En qué confío? En que si permanezco fiel a Jesucristo, Él me
concederá la vida eterna. ¿Cómo muestro ser fiel? Ya escuchamos la respuesta en
el evangelio de nuestra Misa: El que acepta mis mandamientos y los cumple,
ése me ama. Aceptando los mandamientos de Jesús y cumpliéndolos. Es la
consecuencia lógica y necesaria de aceptar a Jesús como mi Salvador y mi Señor.
La
adversidad suele ser la excusa mayor por la cual las personas dejan de ser
fieles al Señor. Resulta más cómodo para las personas abandonar la fe en Cristo
Jesús, por la que nos llamamos cristianos, y seguir el modo de vivir del mundo.
Así, para un joven resulta más llevadero vivir de parranda en parranda, de
fiesta en fiesta, de salida en salida, de ocio en ocio… y no dedicarle un rato
al Señor Jesús en oración o en la Santa Misa dominical. Y así como decimos de
los jóvenes, decimos de cualquier persona, adultos inclusive.
Ciertamente,
como ya lo hemos dicho en otras ocasiones, la adversidad ha formado y formará
parte de nuestra vida, hasta el último día. Resulta un poco absurdo ignorar la
vida eterna por la adversidad en esta vida. A lo que nos llama Cristo Jesús es
a dar testimonio con nuestra vida, incluso, dejando en evidencia a aquellos que
denigran de la verdadera fe: Veneren en sus corazones a Cristo, el Señor,
dispuestos siempre a dar, al que las pidiere, las razones de la esperanza de
ustedes. Pero háganlo con sencillez y respeto y estando en paz con su
conciencia. Así quedarán avergonzados los que denigran la conducta cristiana de
ustedes.
Debemos
ser conscientes de que no debemos esperar el aplauso de los hombres, sino el
aplauso definitivo de Jesús en el cielo. Por eso, debemos estar dispuestos a
dar razón de nuestra esperanza.
Bendiciones
para todos.
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