El mandamiento más importante
En el Evangelio de nuestra Santa Misa de hoy sigue la
“cayapa” contra Nuestro Señor Jesucristo. Como el Señor había puesto en
evidencia a los saduceos, ahora se acercan los fariseos para ponerlo a prueba.
No se les ocurre otra cosa que preguntar a Jesús por algo que se la pasaban
discutiendo todo el tiempo: ¿Cuál es el mandamiento más importante de la ley? Y
la pregunta tiene algo de razón, porque existían un buen número de preceptos y
prohibiciones. Algunos maestros de la ley daban más importancia a algunos y
otros maestros afirmaban que eran más importante otros. Existía una especie de
relativismo moral.
Jesús, la Sabiduría de Dios hecha carne, responde con
sencillez: “Amarás al Señor, tu Dios, con
todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el más grande y
el primero de los mandamientos. Y el segundo es semejante a éste: Amarás a tu
prójimo como a ti mismo. En estos dos mandamientos se fundan toda la ley y los
profetas”.
El
primer mandamiento formaba parte de una oración que los judíos recitaban con
frecuencia: el shemá Yisrael (Deut 6,
4ss) Es prácticamente inexcusable que algo que repetían todo el día no les
resultase claro.
Y
ahora Jesús, nuestro Maestro, nos da una clase magistral: el fundamento de toda
la vida cristiana es el amor: a Dios, al prójimo y a uno mismo. En ese orden.
A
la pregunta ¿qué es el amor?, la respuesta puede ser complicada. El amor no es
sentimiento, no son alteraciones orgánicas, no es sexo. Fundamentalmente, el
amor es una decisión de una persona de procurar todo el bien y la felicidad
para otra persona. Esa decisión se traduce en acciones: un amor que no se manifiesta,
se muere.
Hoy
y siempre, el amor tiene enemigos. Hay algunos que son manifiestos: poetas,
cantantes, publicistas y políticos quieren que las personas piensen que amor es
sexo, regalos, juguetes, sentimientos, etc. Hay uno que es difícil de aceptar
porque puede estar dentro de cada quien: el egoísmo.
El
egoísmo es inmoderado
y excesivo amor a sí mismo, que hace atender desmedidamente
al propio interés, sin cuidar el del de los demás. Para ponerlo gráficamente: primero: yo; segundo: yo;
tercero: yo, y finalmente: yo.
¿Qué pasa con los demás? No sé, aparte de que no me importa. Sólo me intereso
por ellos cuando los necesito.
El
egoísmo es una enfermedad del alma. Y, aunque cueste aceptarlo, es la ruina de
una familia, de un grupo, de una comunidad, de una sociedad y del mundo. El
egoísta, al estar tan centrado en sí mismo, olvida el bien que le han hecho y
recuerda perennemente el mal que ha recibido. No reconoce los errores
cometidos, critica permanentemente a los demás. Reclama atención de todos, pero
no es capaz de ayudar a los demás.
El
egoísmo es la negación del mensaje cristiano. No es lo que nos enseña Nuestro
Señor Jesucristo. Hoy Jesús nos dice: haz el bien y haz feliz a Dios Padre; haz
el bien y haz feliz a los demás (comenzando con los que están más cerca de ti)
y eso traerá como consecuencia que serás feliz.
El amor
al prójimo se traduce en cosas concretas. En la primera lectura vemos como
Moisés, de parte de Dios, les recuerda cosas concretas. Léelas con detenimiento
y verás.
Que
este mensaje de Cristo sea tu guía siempre: “Amarás
al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente.
Este es el más grande y el primero de los mandamientos. Y el segundo es
semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo”.
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