LA APARIENCIA SIRVE DE POCO…



El Justo Juez. Este título se lo da San Pablo a Jesús,  y ya los israelitas se lo daban a Yahweh. Es uno de los tantos atributos de la divinidad:

o  El Señor no se deja impresionar por las apariencias.

o  El Señor premiará los esfuerzos de cada quien.

o  El Señor escucha la oración del  hombre justo.

o  El Señor ve el corazón de todos. Sabe lo qua hay en el corazón del hombre, hasta los pensamientos más profundos.

            Todas estas afirmaciones las hemos escuchado en las lecturas de hoy. No debe caber ninguna duda de que el Señor Nuestro Jesucristo es un justo juez.

Los seres humanos normalmente nos dejamos llevar por las apariencias, y eso no es malo. Nadie compraría una fruta de mal aspecto con el argumento de que por dentro probablemente esté bueno. Lo malo del ser humano es, cuando al juzgar a otras personas, las apariencias influyen en nuestra decisión.

Es triste pero debemos afirmarlo: nuestra sociedad ha perdido el norte en lo que se refiere a la justicia: hoy se hace división y acepción de personas. Le ponemos una “etiqueta” encima y decimos éste es de cuál o este no es “de los nuestros”. Hemos llegado a límites que pasan de la intolerancia para llegar a la violencia verbal, si no física, hasta aplastar los derechos legítimos de otros.

En el Antiguo Testamento, Yahweh había establecido una norma para los juicios en Israel: “No dictarás sentencias injustas. No harás favores al pobre, no te inclinarás ante el rico, sino que juzgarás con justicia a tu prójimo. No calumniarás a tu prójimo ni buscarás medios legales para hacerlo desaparecer” (Lev 19, 15-16). Dios regaña a Samuel porque quería ungir como rey de Israel a un hermano de David que no había sido elegido: “No mires su apariencia ni su gran estatura, porque lo he descartado. Pues la mirada de Dios no es la del hombre; el hombre mira las apariencias, pero Yahweh mira el corazón” (1Sam 16, 7).

            Lo primero que nos urge es purificar nuestro corazón de todo sentimiento que nos lleve a tildar a los hombres de una manera que nos impida reconocer en ellos a un hermano en la fe y miembro de la comunidad humana, y a partir de allí comenzar un camino de reconstrucción de la sociedad. Sólo así nuestra oración será escuchada, de lo contrario cuando estemos delante del Señor, estaremos hablando con una pared que hemos construido nosotros, no el Señor.

         Es inútil tratar de engañar a Nuestro Señor. El nos conoce perfectamente y por eso el Señor detesta la hipocresía: indica una falta de fe muy grande y, al mismo tiempo, manifiesta la intensión de engañar al que es el Autor de la Verdad. Nadie pretende presentarse como un ser perfecto ante Dios, porque Él lo sabe todo. Pretender ser un buen cristiano sin serlo produce una gran repugnancia ante Dios.

Esta es la razón por la cual Nuestro Señor Jesucristo afirma categóricamente que el fariseo no bajó justificado: su falta de sinceridad al momento de orar se convirtió en un impedimento para que el encuentro con Dios hubiese transformado su corazón. El publicano, en cambio, fue sincero (no importa lo que haya hecho) y por eso dejó que la Gracia Divina tocara y transformara su corazón.

Purificación, sinceridad, humildad y conversión son condiciones indispensables para un encuentro fructífero con Dios. Dejemos que Jesús transforme nuestro corazón.

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