Todo vale lo que vale a los ojos de Dios
a) La humildad
La
humildad, que consiste en la sencillez y pureza de corazón, es la mejor carta
de presentación de todo hombre que es fiel al Señor. Es la virtud que hace
fecundo el quehacer de cada día y capacita al hombre para comprender los
secretos de la Voluntad de Dios. Hazte
tanto más pequeño cuanto más grande seas y hallarás gracia ante el Señor.
El soberbio se apropia indebidamente de la gracia divina y de la gloria,
pretendiendo hacer de ellas posesión y mérito personal. Pero lo único que se
obtiene con esa actitud es el fracaso y la frustración. Los humildes, en
cambio, reconocen que todo proviene de Dios, y que ellos han contribuido con
una mínima parte. Es así como se obtiene la bendición divina.
b) La soberbia
El
soberbio actúa habitualmente con terquedad, tal como lo describe aquí la
Sagrada Escritura. La persona soberbia es aquella que piensa que nunca se
equivoca, tiene la certeza de que todo debe ser como ella piensa y no es capaz
de reflexionar sobre las propuestas de Dios ni las de los demás. Sus actitudes
de obstinación causan risa a quienes miran las cosas con mayor inteligencia,
mientras él parece no poder ver «más allá de sus narices». Prefiere quedarse
con sus propias ideas y no se da a sí mismo la oportunidad de cambiar; no se
abre a una opción, ni siquiera para su propio bien; se aferra a sus decisiones,
aún cuando sean erróneas.
No
cabe duda que la mayor prisión del hombre no es la que pueda vivir fuera, sino
dentro de él, cuando se aferra al error. Las peores cadenas son precisamente la
dureza y la obstinación de la voluntad al mal, y es por eso que al terco le
esperan muchos sufrimientos.
c) La actitud del cristiano
El cristiano ha de tener
presente que, según los protocolos humanos, siempre habrá personas más
importantes y distinguidas que él. Una muestra de longanimidad del corazón es
reconocerlas, pues quien así obra es libre de las apetencias desordenadas que
reclaman honores. Hay que aprender a convivir con todos, dándole a cada uno el
lugar que le corresponde. Nada perturba la paz de quien sabe que, ante Dios,
cada persona vale porque es hijo suyo, vale simplemente porque es una persona.
La verdadera grandeza de alguien está en su humildad, en su capacidad de
servir, pues, es ahí donde brota la autentica autoridad, y no de la presunción,
de la vanidad, ni de las actitudes soberbias.
Por otra parte, los hombres que
saben también ser generosos para con los desposeídos, los que no pueden
devolver algo a cambio de lo que se les da, reciben una recompensa mejor: serás
feliz… tendrás tu recompensa el día que los justos resuciten (v. 14)
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