Mala cosa es el egoísmo



El Evangelio nos describe a un hombre que no supo sacar provecho de sus bienes. En vez de ganarse con ellos el cielo, lo perdió para siempre. Se trata de un hombre rico, que se vestía de púrpura y telas finas y banqueteaba espléndidamente cada día. Mientras que muy cerca de él, a su puerta, estaba echado un mendigo, Lázaro, cubierto de llagas y ansiando llenarse con las sobras que caían de la mesa del rico. Y hasta los perros le lamían sus llagas.
La descripción que nos hace el Señor en esta parábola tiene fuertes contrastes: gran abundancia de unos, extrema necesidad de otros. De los bienes en sí no se dice nada. El Señor hace notar el empleo que se hace de ellos: vestidos extremadamente lujosos y banquetes diarios. A Lázaro, ni siquiera le llegan las sobras.
Los bienes del rico no habían sido adquiridos de modo fraudulento; ni éste tiene la culpa de la pobreza de Lázaro, al menos directamente: no se aprovechó de su miseria para explotarlo. Tiene, sin embargo, un marcado sentido de la vida y de los bienes: «banqueteaba». Vive para sí, como si Dios no existiera. Ha olvidado algo que el Señor recuerda con mucha frecuencia: no somos dueños de los bines sino administradores.
Este hombre rico vive a sus anchas en la abundancia; no está contra Dios ni tampoco oprime al pobre. Únicamente está ciego para ver quien le necesita. Vive para sí, lo mejor posible. ¿Su pecado? No vio a Lázaro, a quien hubiera podido hacer feliz con menos egoísmo y menos afán de cuidarse lo suyo. No utilizó los bienes conforme al querer de Dios. No supo compartir. «La pobreza –comenta San Agustín– no condujo a Lázaro al cielo, sino su humildad, y las riquezas no impidieron al rico entrar en el descanso, sino su egoísmo y su infidelidad».
El egoísmo, que muchas veces se concreta en el afán desmedido de poseer cada vez más bienes materiales, deja ciego a los hombres para las necesidades ajenas y lleva a tratar a las personas como cosas sin valor.
Por otra parte, el egoísmo anula la posibilidad de abrir el corazón al Señor. Epulón ya en el infierno pide algo extraordinario: pide que resucite a Lázaro para que, ante tal hecho maravilloso, sus hermanos que viven en la opulencia se muevan a la conversión. El Señor precisa que tienes a Moisés y a los profetas (mediaciones humanas), Epulón insiste en el hecho extraordinario y el Señor precisa que si no hacen caso a Moisés y a los profetas no cambiarán de vida aunque resucite un muerto.

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