Saber escuchar la voz de Jesús
Uno de los grandes defectos que tenían
los paisanos del Señor es que no sabían escuchar. Dejaban que otras cosas o
sentimientos ocuparan el corazón a tal punto que no reconocían donde estaba
presente el Señor.
En la primera lectura de la Misa, los
Apóstoles, después de haber sanado al paralítico de la Puerta Hermosa del
Templo de Jerusalén, comienzan a predicar a Jesucristo. Los detiene la policía
del Templo y los llevan al Sanedrín
(Consejo de Ancianos de Israel). Ante los allí reunidos, proclaman al Jesús
como el Señor. Quieren prohibir a Pedro y los demás discípulos que hablen de
Jesús. Pedro, un pescador sin mayor grado de instrucción, les dice: “Primero hay que obedecer
a Dios y luego a los hombres”. No por el hecho de que los amenacen o
persigan van a dejar de dar testimonio del nombre de Jesús. El Sanedrín sabía
que los apóstoles estaban allí porque habían sanado a un hombre.
Igual escuchamos en el Evangelio. El Señor,
desde la orilla, llama a sus discípulos, pero no se dan cuenta que es Él.
¡Cuántas cosas pueden hacer que seamos
sordos a la voz del Señor! Muchas, para ser sincero.
a) Sentimientos
malos: envidia, odio, rencor, celos, venganza, soberbia. Todos esos sentimientos
envenenan el corazón y nos cierran los oídos a la voz del Señor.
b) Ideologías.
Desde siempre ha habido en la historia ideologías que niegan a Dios o que
tienden a poner a ciertos líderes cuales dioses. Lo hicieron los griegos, los
romanos, los aztecas, los marxistas. Poner una ideología –sea cual sea– por
encima de Jesús es vaciar de contenido al mismo hombre. Nadie puede llenar los
anhelos del ser humano como el Señor. La Sagrada Escritura condena a quienes
ponen su confianza en un hombre y no en el Señor (Jer 17, 5) Seguir ideologías
contrarias al Evangelio o que niegan al Señor Jesús, hace que cerremos los
oídos a su voz.
c) Nuestro
propio orgullo. El no reconocer que nos equivocamos o que tenemos que
cambiar de vida, hace que no reconozcamos la voz del Señor. Y puede ser peor:
que cambiemos el contenido del mensaje de Dios por el propio, de tal manera que
creamos nuestra propia religión.
“Ojalá escuchen
la voz del Señor, no endurezcan el corazón” (Sal 95, 7-8)
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