No hay peor ciego que el que no quiere ver
El pasaje del Evangelio de hoy es elocuente: Jesús devuelve la vista a un ciego. Todos lo conocían y sabían que era ciego, luego del encuentro con Jesús, observan que se conduce con toda normalidad. Los fariseos se asombran también y preguntan la causa. La respuesta del ex-ciego es simple: alguien que hizo lodo y me devolvió la vista. Los fariseos en vez de reconocer la mano de Dios, comienzan a leer los hechos desde su óptica particular. El resultado: no ven que es el Dios hecho hombre quien está en medio de los hombres.
Todos los seres humanos corremos el riesgo de dejar que sean nuestras expectativas y nuestras ideas o pareceres distorsionen la realidad, impidiéndonos reconocer la Voluntad de Dios. Samuel, quien estuvo al servicio de Dios desde niño, cuando va a casa de Jesé a ungir al nuevo rey, al ver al hijo mayor y ver su buen porte, concluyó que era ese muchacho el elegido del Señor. Dios se encarga de hacerle saber: “No te dejes impresionar por su aspecto ni por su gran estatura, pues yo lo he descartado, porque yo no juzgo como juzga el hombre. El hombre se fija en las apariencias, pero el Señor se fija en los corazones”.
Una de las cosas que puede hacer que estemos ciegos ante el Señor es nuestros hábitos morales. Hacer el bien cuesta. Cumplir la Voluntad de Dios requiere un particular esfuerzo. Cuando alguien se habitúa a vivir alejado de Dios, comienza a buscar las razones para justificar su actitud. La consecuencia: por más que se empeñen en llamarle la atención sobre su conducta, no querrá entender. No quiere ver y es peor que un ciego.
Hemos de asumir la misma actitud del ex-ciego: «Supo Jesús que lo habían echado fuera, y cuando lo encontró, le dijo: “¿Crees tú en el Hijo del hombre?” El contestó: “¿Y quién es, Señor, para que yo crea en él?” Jesús le dijo: “Ya lo has visto; el que está hablando contigo, ése es”. El dijo: “Creo, Señor”. Y postrándose, lo adoró».
El tiempo de Cuaresma es un tiempo para dejar todos los prejuicios, expectativas y actitudes que impiden que veamos a Jesús en medio de nuestra vida. Eso se llama conversión, que los teólogos llaman metanoia, es decir, cambio de mentalidad. Encontremos a Jesús y démosle la respuesta del que una vez fue ciego: “Creo en ti, Señor” y comprometamos en esa respuesta toda nuestra vida.
Dios te bendiga.
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