Hacer lo correcto por los motivos correctos

La lectura del Evangelio de este domingo es una llamada de atención para todos, especialmente para quienes tienen sobre sí la responsabilidad de educar, cuidar u orientar a los demás.

Desde hace unos cuantos años se ha venido hablando de “autoestima”, pero en algunos casos se ha ido más allá de lo razonable. La autoestima no está reñida con la humildad. El punto álgido es el concepto de humildad que el colectivo maneja, que normalmente es errado.

Para comenzar, la humildad es una virtud, es decir, una disposición constante del alma para actuar bien. La humildad es una virtud que consiste en el conocimiento de las propias limitaciones y debilidades y en obrar de acuerdo con este conocimiento. Nada que ver con la payasada del sujeto callado, triste, que mira todo el tiempo para el piso y mal vestido.

Bien definió Santa Teresa de Jesús la humildad: “la humildad es andar en la verdad”. Un adecuado conocimiento de nuestras limitaciones y debilidades, así como de nuestras virtudes, eso es humildad. Como ya hemos reflexionado en otras ocasiones, todos –sin distinción– tendemos a desfigurar nuestra personalidad por exceso o por defecto.

Para poder alcanzar la justa medida de la humildad no hay receta mágica. Ya escuchamos en la primera lectura de hoy que “No hay remedio para el hombre orgulloso, porque ya está arraigado en la maldad. El hombre prudente medita en su corazón las sentencias de los otros, y su gran anhelo es saber escuchar”. Meditar, reflexionar en la presencia de Dios y escuchar (no solamente oír) la Palabra es el camino seguro para el conocimiento propio, base de la humildad.

No saber quiénes y cómo somos lleva a cometer tonterías. El Señor relata una en el Evangelio: quienes se sientan en los primeros puestos porque piensan que son los más importantes, y luego se encuentran con la cruda realidad: llega el anfitrión y les pide que desalojen el puesto en favor de otro, porque no son tan especiales como se creían.

Cada quien es el peor juez de sí mismo. Somos o excesivamente indulgentes o excesivamente severos. En muchas ocasiones hacemos las cosas bien pero no porque sea nuestra intensión, sino porque tememos otras consecuencias. Algunos no hacen trampas porque no quieren que los pillen, y hacen lo correcto, pero ése no es el motivo correcto. No se hace trampa porque no está bien, porque Dios no lo quiere, porque es pecado, porque puedo perder la salvación eterna. No tener claro este principio moral deja abierta la puerta para que, si no hay posibilidad de que me pillen, entonces lo haré.

El cristiano que vive la virtud de la humildad reflexiona, medita, pone sus acciones delante de Dios. Busca con el corazón bienes más altos que el aplauso de los hombres. Atiende a lo que el Señor nos dice en el Evangelio de hoy: Cuando des una comida o una cena, no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a los vecinos ricos; porque puede ser que ellos te inviten a su vez, y con eso quedarías recompensado. Al contrario, cuando des un banquete, invita a los pobres, a los lisiados, a los cojos y a los ciegos; y así serás dichoso, porque ellos no tienen con qué pagarte; pero ya se te pagará, cuando resuciten los justos.

Humildad no es quedarse callado ante la injusticia. Humildad no es sufrir sin sentido. La humildad es andar en la verdad.

Que Nuestro Señor, que enaltece a los humildes, nos ayude y nos bendiga.

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