Librarnos del peso de la soberbia

 Las lecturas de hoy tienen un tema que destaca: la soberbia como un enemigo del creyente. Así nos resulta ineludible hacer una reflexión sobre el pecado capital de la soberbia y su remedio, la virtud de la humildad.

La soberbia consiste en un amor desmedido de sí mismo y el deseo de ser preferido y admirado por los demás. No es difícil entender entonces por qué es un enemigo del creyente: se convierte en un obstáculo inmenso para que la Palabra de Dios dé fruto en nosotros. El soberbio tiene como único criterio a sí mismo, con lo cual, la Palabra de Cristo no tiene valor real para él en su vida. Escuchamos en la primera lectura: “No hay remedio para el hombre orgulloso, porque ya está arraigado en la maldad” (Ecclo 3, 28)

El remedio al mal de la soberbia es la virtud de la humildad. Lejos de la caricatura del “humilde” como una persona que es callada y con la mirada perdida, la humildad es, básicamente, el conocimiento de sí mismo, de sus propias limitaciones y virtudes. El humilde actúa en consecuencia: porque es perfectamente consciente de sus valores y defectos, sabe qué puede hacer y que cosas es mejor que no haga. Es por eso que el humilde puede escuchar la Palabra de Dios y dejar que el Espíritu Santo actúe en su vida.

Como decía el P. Alfonso Milagro: “La humildad es el único requisito que exige el protocolo para presentarse ante Dios”. La soberbia entonces evita que nos presentemos ante Dios.

En el Evangelio, Nuestro Señor se sirve de un hecho común, que podía ser percibido perfectamente por todos: Los invitados a una comida en casa de uno de los jefes de los fariseos escogían los primeros lugares (Lc 14, 1. 7-14). Y a partir de allí el Maestro enseña. Su conclusión es evidente: todo aquel que se deja gobernar por la soberbia, será humillado. Y todo aquel que se presente ante Dios con humildad, ese entonces será ensalzado por Dios. Eso también lo decía Nuestra Madre: “Derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes” (Lc 1, 52).

Para librarnos de la soberbia de la vida, hay un par de prácticas que pueden ayudarnos. La primera es hacer el examen de conciencia todos los días. Revisándonos con frecuencia podremos conocernos mejor. La segunda práctica es la confesión frecuente: cada cierto tiempo, el que escojamos según nuestra prudencia, acudamos al sacramento de la confesión para pedir al Señor el perdón de nuestras faltas. De esta manera, estaremos poniendo los medios para alejar de nosotros la soberbia.

Porque nos hemos acercado “a Dios, que es el juez de todos los hombres”, imploremos su bendición para todos los días de nuestra vida.


Comentarios

Entradas populares de este blog

“Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23, 46)

El bautismo del Señor

La segunda venida del Señor y el fin del mundo