La reprensión como una señal de amor

 Puede resultar llamativo y hasta reluctante con las “modernas teorías” de psicólogos y afines. Hoy la reprensión es vista con malos ojos porque se le atribuye –erróneamente– que es la causa de diversos males modernos. Y nada es más erróneo.

Cuando un padre reprende a su hijo por algo malo que hizo, no lo hace porque no ame a su hijo, todo lo contrario: precisamente porque lo ama, lo corrige para que se aparte del mal camino o deje de hacer eso que es malo y pernicioso. Y así nos lo enseña la Palabra que escuchamos hoy: “¿qué padre hay que no corrija a sus hijos? Es cierto que de momento ninguna corrección nos causa alegría, sino más bien tristeza. Pero después produce, en los que la recibieron, frutos de paz y de santidad” (Heb 12, 7.11).

Hoy la reprensión y el esfuerzo no se ven con buenos ojos. La defensa a ultranza de la libertad, de la autoestima y del hedonismo se han convertido en los ejes transversales de toda actividad humana. Desde esta perspectiva, el cristianismo se ve como una especie de abominación: un Dios que se hace hombre y acepta sufrir por la injusticia y con ello redime a todo el género humano. Presentado de esa manera, se entiende que el mundo odie a Cristo Jesús y a nosotros sus seguidores.

La soberbia de la vida lleva a que muchos no entiendan el mensaje de Cristo. Se ponen ellos mismos como autoreferentes para todo: desde cómo cepillarse los dientes a decidir cómo tiene cada uno que hacer sus deberes. Cristo no será jamás una referencia moral para su vida porque han cerrado el espacio para Él. Entonces, ellos se autoerigirán como los modelos de seguimiento a Cristo (incluso por encima del mismo Jesús). Las consecuencias se verán al final: “Cuando el dueño de la casa se levante de la mesa y cierre la puerta, ustedes se quedarán afuera y se pondrán a tocar la puerta, diciendo: ‘¡Señor, ábrenos!’ Pero él les responderá: ‘No sé quiénes son ustedes’. Entonces le dirán con insistencia: ‘Hemos comido y bebido contigo y tú has enseñado en nuestras plazas’. Pero él replicará: ‘Yo les aseguro que no sé quiénes son ustedes. Apártense de mí, todos ustedes los que hacen el mal’” (Lc 13, 25 - 27).

La corrección fraterna y la reprensión de los mayores son unas herramientas que el Señor ha dispuesto en la dinámica de la naturaleza humana. Son dos actividades que son un gesto de amor porque persiguen algo muy valioso: el bien de la persona amada. Y cuando Nuestro Señor, a través de los medios que elija, nos hace saber que lo que hemos hecho no está bien o que debemos cambiar actitudes, es una señal de que nos quiere. Al esforzarnos por cambiar y corregirnos (lo que el Señor quiere decir al afirmar “Esfuércense por entrar por la puerta, que es angosta”) estaremos alcanzando la felicidad en esta tierra y aspirando con esperanza a la felicidad eterna.

Corregir al que yerra es una de las obras de misericordia espirituales, porque es una forma de amar al prójimo. Y aunque suene paradójico es una forma de llevar el mensaje de Cristo. Aprendamos pues que cuando Cristo Jesús nos corrige es porque nos ama.

Que el Señor Jesús, el Maestro, nos ayuda y nos bendiga siempre.


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