Dile NO a la autosuficiencia
Las lecturas de la Santa Misa de hoy nos invitan a reflexionar sobre cómo es nuestra relación personal con Dios. Y en ese particular, hay un punto de partida y una consecuencia práctica.
El punto de partida es el siguiente: “El Señor es un juez que no se deja impresionar por apariencias” (Sir 35, 15). La Sagrada Escritura es constante al afirmar que todo está presente a los ojos del Señor: “Todo está claramente expuesto ante Aquel a quien hemos de rendir cuentas” (Heb 4,13). Y el creyente tiene la certeza de que toda nuestra vida está presente ante el Señor: “Señor, tú me sondeas y me conoces; me conoces cuando me siento o me levanto, de lejos penetras mis pensamientos; distingues mi camino y mi descanso, todas mis sendas te son familiares” (Sal 113, 1-3).
Sencillamente: A Dios no podemos engañarle. Jesús nos conoce a todos y sabe lo que tenemos en el corazón (Jn 2, 24 – 25).
Un peligro constante que podemos sufrir a lo largo de nuestra vida es la de pensar que somos lo suficientemente buenos y que podríamos colocarnos inclusive en una categoría superior a los demás. Esto se llama autosuficiencia: pensar que yo lo hago todo tan bien que la relación con Dios es una mera formalidad. Soy tan bueno que no necesito de la acción de Dios en mí.
Esta es una de las cosas que producen un particular dolor en el corazón de Cristo. Los autores espirituales suelen llamarlo también hipocresía religiosa. Ésta consistiría básicamente en presentarse ante Dios como seres perfectos. La consecuencia es evidente: cerrar las puertas del corazón a la acción de Dios en nosotros. El autosuficiente se encuentra en una situación en la que él piensa que no necesita de la misericordia de Dios, sino que ya con lo que realiza tiene ganado sobradamente el cielo.
Y esta es la actitud que el Maestro reprocha a los fariseos (Lc 18, 9– 14). Ellos se creían justos y que estaban por encima del resto. Y eso causa un particular dolor a Cristo Jesús porque sabe perfectamente cómo son ellos y que su actitud de autosuficiencia les impide reconocerse tal cual como son. Esas personas –los fariseos– pretenden inútilmente engañar a Quien no puede ser engañado. Por eso el objeto de la oración del fariseo es él mismo.
En la parábola, el Señor contrapone al fariseo la actitud de un publicano, un pecador público. Éste sabe reconocerse necesitado del amor de Dios y por eso el objeto de su oración no es él sino Dios y su amor infinito. Esta es la razón por la cual Jesús dice que el publicano fue a su casa justificado, esto es, con la gracia de Dios en el corazón.
Y esta es la consecuencia práctica: a Jesús no podemos engañarlo. Es inútil acudir a Él presentándonos como seres perfectos o como grandes cumplidores de la voluntad de Dios. Él nos conoce. Por eso el único requisito para poder presentarse delante de Dios y dejar que Dios actúe en nosotros es la humildad. Nuestra oración tiene que ser humilde y confiada. Es inútil dirigirnos al Señor y presentarnos como el fariseo.
Por eso es mejor decir no a la autosuficiencia y sí a la humildad.
Bendiciones para todos.
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