Auméntanos la fe (Lc 17, 5)
La primera lectura del libro de Habacuc
(1,2-3; 2,2-4) que escuchamos en nuestra Santa Misa de hoy, tiene lugar en un
momento muy particular de la historia de Judá: Había una gran confrontación
entre los Imperios de entonces (Caldeo y Babilonio) y había una seria amenaza
contra el Reino de Israel (el Reino del Norte). Judá veía amenazada su propia
integridad. Los judíos habían perdido la confianza y veían como triunfaba el
mal, pero al mismo tiempo, no reconocían que ellos habían sido los autores
puesto que habían apartado su corazón, su mente y su vida de la Voluntad de
Dios. Los judíos claman al Señor por el mal que ven a su alrededor. La
respuesta del Señor es elocuente: “Escribe la visión que te he manifestado,
ponla clara en tablillas para que se pueda leer de corrido. Es todavía una
visión de algo lejano, pero que viene corriendo y no fallará; si se tarda,
espéralo, pues llegará sin falta. El malvado sucumbirá sin remedio; el
justo, en cambio, vivirá por su fe”.
Será muy bueno recordar ahora que
“justo” en la Sagrada Escritura no es el que practica la virtud de la justicia
tal como la conocemos hoy, sino que “justo” es aquel que acepta al Señor en su
vida y conduce sus pensamientos, palabras y acciones según la Voluntad del
Señor. Ser justo –ser santo, diríamos hoy– es una consecuencia de la fe.
La fe no es la simple aceptación de la
existencia de la Voluntad de Dios. Es mucho más que eso. Fe es aceptar como
cierto y verdadero lo que Jesús me ha enseñado, y vivirlo. Fe no es solo una
proclamación de palabras (el archiconocido argumento de los impíos: yo creo en
Dios) sino sobre todo una puesta en práctica. Fe no es una cuestión
intelectual, es una cuestión de vivir. Así nos lo enseña el Señor en el
Evangelio de nuestra Misa (Lc 17,5-10)
¿Quién
de ustedes, si tiene un siervo que labra la tierra o pastorea los rebaños, le
dice cuando éste regresa del campo: ‘Entra enseguida y ponte a comer’? ¿No le
dirá más bien: ‘Prepárame de comer y disponte a servirme, para que yo coma y
beba; después comerás y beberás tú? ¿Tendrá acaso que mostrarse agradecido con
el siervo, porque éste cumplió con su obligación? Así también ustedes, cuando
hayan cumplido todo lo que se les mandó, digan; ‘No somos más que siervos, sólo
hemos hecho lo que teníamos que hacer’”
Y esa fe debe mostrarse siempre, pero de
manera más excelsa en la adversidad. Es fácil hoy que los que se dicen
creyentes sucumban en las primeras de cambio. Eso indican que o no tienen fe, o
es tan pequeña que resulta infructífera. San Pablo exhorta a Timoteo, un
discípulo suyo, a no avergonzarse de Cristo Jesús: “No te avergüences, pues, de
dar testimonio de nuestro Señor, ni te avergüences de mí, que estoy preso por
su causa. Al contrario, comparte conmigo los sufrimientos por la predicación
del Evangelio, sostenido por la fuerza de Dios” (2Tim 1, 8)
Santiago nos enseña que si la fe no se
traduce en obras es esteril y se muere:
Si
un hermano o una hermana están desnudos y carecen del sustento diario, y alguno
de vosotros les dice: «vete en paz, caliéntate y come», pero no les dan lo
necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve? Así también la fe, si no tiene
obras, está realmente muerta. Y al contrario, alguno podrá decir: «¿Tú
tienes fe?; pues yo tengo obras. Pruébame tu fe sin obras y yo te probaré por
las obras mi fe. ¿Tú crees que hay un solo Dios? Haces bien. También los
demonios lo creen y tiemblan. ¿Quieres saber tú, insensato, que la fe sin obras
es estéril? (Sant 2, 15–20)
A la súplica: Auméntanos la fe, sepamos
que pedimos una mayor fortaleza para vivir la fe en la práctica, en la vida.
Que el Señor nos conceda ser fuertes en la fe, fuertes en la adversidad.
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