EL CAMINO PARA HACER NUESTRA LA MISERICORDIA
Escuchamos en el Evangelio de hoy la parábola de la
misericordia por excelencia: la parábola del hijo pródigo. Son muchísimas las
reflexiones que podríamos hacer porque el pasaje es hermoso y rico en detalles,
pero me detendré en dos.
1)
¿En qué consiste el pecado?
En la parábola escuchamos la decisión del hijo menor: pide
su herencia y se va lejos de la casa del padre. Allí se olvida del amor de su
familia, el chico se cree autosuficiente, se vuelca a los placeres y vacía
todas sus riquezas, riquezas que recibió de su familia y su casa. Lo
desperdició todo.
El segundo momento, la vaciedad y la soledad absoluta.
El chico siente la soledad de los “amigos”, la tristeza de haber dilapidado
toda la riqueza de su casa y su familia. Tiene hambre –siente el vacío en su
estómago– y en vez de volver sobre sus pasos y volver a encontrar la riqueza de
su casa, va a hundirse cuidando lo que es prohibido, y desea llenar el vacío
con la porquería.
Algo similar ocurre con el pecado: es alejarse de
Dios, alejarse de Jesús. Es olvidarnos de la Omnipotencia Divina y creernos
autosuficientes, es volcarnos a los placeres y olvidarnos de las riquezas
espirituales que recibimos en la Iglesia y en nuestra familia.
La consecuencia del pecado es vivir en la vaciedad
absoluta. No quiere volver a Dios para estar nuevamente en la riqueza de su familia:
¡no! Busca ocultar su miseria hundiéndose más en ella. No quiere reconocer que
ha actuado mal, tal vez le echa la culpa a otras circunstancias o personas.
2)
¿En qué consiste la misericordia?
En la segunda lectura de nuestra Misa leemos una
descripción sobria de lo que es la misericordia: “en Cristo, Dios reconcilió al mundo consigo y renunció a tomar en
cuenta los pecados de los hombres” (2Co 5, 18). El amor del Señor es tan
grande que nos perdona lo que sea, siempre que estemos arrepentidos.
En boca del Señor escuchamos que el chico, dándose
cuenta de su miseria reconoce el amor y la riqueza de su casa, la que despreció
y derrochó, y ahora añora, decide volver a la casa del Padre para pedir que lo
acepte aunque sea como uno de sus trabajadores.
La actitud del padre es elocuente: no le reprocha, no
lo manda para el carrizo, sino que se alegra y manda a vestirlo y a organizar
una fiesta. El padre renunció a tomar en cuenta las acciones malas de su hijo.
Acepta la voluntad de su hijo de reconciliarse con su casa, con su familia.
Pero atención: recuerda el único requisito para hacer
nuestra la misericordia del Señor y reconciliarnos con Él: reconocer nuestra
miseria, nuestros pecados y volver a la Casa del Padre. Esa es la fórmula secreta.
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