Mala cosa es la envidia...

La envidia es la tristeza y el pesar por el bien ajeno. Y, definitivamente no es algo bueno. Es un veneno para el corazón.

Una persona que sufre de envidia carga un peso inmenso en su alma y sucio en los ojos. Un peso en el alma porque no vive tranquila y se niega a ser feliz porque no soporta el bien ajeno; probablemente la única “alegría” que sienta el envidioso es la adversidad o contrariedad de los demás.

Un envidioso lleva sucio en los ojos: no ve bien los hechos. Los distorsiona según su propio parecer y su propio provecho.
Y esa particular “interpretación” será difundida e interpretada con el único objeto de destrozar la fama de los demás. No le importa hundir a los demás con tal de quedar ellos de pie.

Una mezcla de envidia con hipocresía es lo que se conoce como “fariseísmo”, puesto que la actitud de los fariseos era así: pura hipocresía y envidia. Y se ve claro en el pasaje del Evangelio que hemos leído hoy en la Santa Misa. No querían creer en Jesús como el Mesías Salvador, sin embargo le seguían, no para escuchar su enseñanza sino para buscar cómo criticarle, cómo mal ponerlo, y como sabemos bien, cómo encontrar una razón para eliminarlo. Los fariseos no vivían felices, vivían amargados. Y tenían la “vista sucia” porque no saben quién está delante de ellos.

Un grupo de personas llevan a un amigo paralítico para que Jesús haga algo por él. No sabemos nada de la vida de ese paralítico, pero al igual que cualquier otro ser humano, tendría sus pecados. Jesús, como el mejor de los maestros, no desperdicia una oportunidad para enseñar: quiere dejarnos bien claro que lo más importante es la salvación del alma y con el fin de garantizarle el bien mayor le dice: Hijo, tus pecados te quedan perdonados. Los fariseos (algunos de ellos eran escribas) comienzan a criticarlo diciendo que el único que puede perdonar los pecados es Dios. No quisieron reconocer que tenían a Dios hecho hombre delante de los ojos.

El Señor Jesús quiere seguir enseñando y hace un milagro delante de sus ojos. A diferencia de los demás profetas, o inclusive de los mismos apóstoles después de Pentecostés, no invoca a nadie. Jesús lo ordena en primera persona: Yo te lo mando: levántate, recoge tu camilla y vete a tu casa. Si es Él quien lo ordena y se cumple, si es Él quien realiza en nombre propio un milagro, entonces no debe quedar dudas a los oyentes.

No debemos dejar que la envidia tome el control de nuestra vida. Es un peso para el alma y nos ensucia los ojos.

Dios te bendiga.

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