La Conversión de San Pablo
Muchísima gente piensa que los pecados más graves son matar y robar. Y no es así. Tal vez ellos se dejan llevar por lo que dijo alguien para su comodidad (para tranquilizar su conciencia) o tal vez por lo escandaloso de esas faltas. En realidad, el pecado más feo es el odio a Nuestro Señor y la profanación del Santísimo Sacramento. La razón es sencilla: no hay nada más importante que Dios, no hay nada más sagrado que la Eucaristía, en donde se encuentra presente el Señor con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad. Objetivamente, no hay pecado más grave que éstos.
Jesús nos llama a rectificar nuestro camino siempre. Todos los días nos da la oportunidad de hacer las cosas bien, de cambiar, de convertirnos. Nos ha dejado un sacramento hoy “estigmatizado”: el sacramento de la confesión, reconciliación o penitencia. Da igual como quieras llamarlo. Y digo “estigmatizado” porque los detractores de la Iglesia han enfilado sus baterías contra ese sacramento, dejando de lado que es el sacramento que nos devuelve la amistad con Dios y nos otorga su perdón.
Es cierto que cada uno de nosotros puede tener en su pasado hechos de los que no se siente orgulloso, más bien, le produce una particular vergüenza y si pudiera retroceder el tiempo, lo haría para borrar esos hechos ignominiosos. Sin embargo, no importa lo que hayamos hecho: Jesús está siempre dispuesto a darnos su perdón, a olvidar el pasado. El pasado no es un obstáculo: del pasado debemos aprender.
Un ejemplo de que la conversión, el cambio de vida, es posible es el mismísimo San Pablo. En la carta a los gálatas él mismo describe cómo fue su pasado:
“Ustedes han oído hablar de mi actuación anterior, cuando pertenecía a la comunidad judía, y saben con qué furor perseguía a la Iglesia de Dios y trataba de arrasarla. Estaba más apegado a la religión judía que muchos compatriotas de mi edad y defendía con mayor fanatismo las tradiciones de mis padres. Pero un día, a Aquel que me había escogido desde el seno de mi madre, por pura bondad le agradó llamarme y revelar en mí a su Hijo para que lo proclamara entre los pueblos paganos. En ese momento no pedí consejos humanos, ni tampoco subí a Jerusalén para ver a los que eran apóstoles antes que yo, sino que fui a Arabia, y de allí regresé después a Damasco. Más tarde, pasados tres años, subí a Jerusalén para entrevistarme con Pedro y permanecí con él quince días. Pero no vi a ningún otro apóstol fuera de Santiago, hermano del Señor. Todo esto lo digo ante Dios; él sabe que no miento. Luego me fui a las regiones de Siria y Cilicia. De manera que no me conocían personalmente, tan sólo habían oído decir de mí: «El que en otro tiempo nos perseguía, ahora anuncia la fe que trataba de destruir.» Y glorificaban a Dios por mí.” (Gal 1, 13 – 24)
San Pablo, ciertamente, no se sentía orgulloso de su pasado. Lo sacaba a colación para invitar a la gente a una conversión sincera: no hay nada más grave que ir contra Dios mismo y yo lo hice. Dios me perdonó: Jesús me perdonó y me eligió como testigo de su amor infinito.
Esta fiesta de la conversión de San Pablo es una llamada para cada uno de nosotros: no importa nuestro pasado, importa lo que podamos ser después de un encuentro con Cristo Jesús. Con Él si puedo cambiar mi vida, solo debo dejarme llevar por su gracia.
Y nuestra vida cambiará.
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