En la Iglesia no hay extranjeros sino fieles



En la historia de la salvación, la relación del Pueblo de Israel con los extranjeros ha sido muy variada. Inicialmente, los extranjeros eran rechazados porque resultaban un peligro para la fe, aunque hubo excepciones como Rahab o Rut. Después del exilio en Babilonia, muchos extranjeros manifestaron su admiración por la religión de Israel algunos llegaban a la conversión y otros, al menos, respetaban sus prácticas religiosas.
De hecho, después del exilio, los mensajes de los profetas tenían un marcado tinte universalista: la salvación es para todo aquel que quiera cumplir la Voluntad de Dios Todopoderoso. Así lo escuchamos en la primera lectura: “A los extranjeros… los conduciré a mi monte santo y los llenaré de alegría en mi casa de oración”.
Es toda una invitación a la reconciliación, rompiendo odios y prejuicios. Si el Señor no hace distinción para brindar su salvación, el Pueblo de Israel tampoco debe hacer distinción. Ahora bien, esa pertenencia al Pueblo de Dios no es por un vínculo jurídico, sino por la fidelidad a la Voluntad Divina: “A los extranjeros que se han adherido al Señor para servirlo, amarlo y darle culto, a los que guardan el sábado sin profanarlo y se mantienen fieles a mi alianza, los conduciré a mi monte santo y los llenaré de alegría en mi casa de oración”
Después de Pentecostés, el mensaje de salvación se extendió a los gentiles, a tal punto que en un breve lapso, los no judíos eran la mayoría de la Iglesia. Los judíos no quisieron reconocer a Jesús como el Mesías y Pablo sufre por eso. Sin embargo, ellos siguen siendo el Pueblo Elegido porque “Dios no se arrepiente de sus dones ni de su elección”. Sin embargo, en la Iglesia no hay judíos ni griegos: Todos somos igualmente miembros de la Iglesia.
En el evangelio de hoy, el Señor Jesús se encuentra con una mujer sirofenicia o cananea. En este relato notamos una secuencia particular, que, dicho sea de paso, puede coincidir con muchos momentos de nuestra vida:

La mujer está pasando por un momento difícil, desesperado. Y eso la lleva a encontrarse con Jesús. El relato dice que su hija estaba atormentada por un demonio que seguramente haría sufrir mucho a madre e hija. La adversidad siempre será un momento privilegiado para acercarse a Jesús.

Los discípulos se acercan al Señor e interceden por ella. Su queja, su lamento eran ya tan notorios que no podían ignorarla, y se mueven no por misericordia, sino porque les fastidia. Un punto interesante sobre el que podemos evaluar cuál es nuestra intensión al pedir al Señor.

Jesús no responde de inmediato. De hecho, les hace saber a los discípulos que su acción es otra: convertir primero a Israel. Probablemente, esta afirmación del Señor obedece al hecho de que quería purificar el corazón y las intenciones de la mujer sirofenicia. Ella no se rinde. De hecho se acerca completamente al Señor y le pide con simplicidad: Señor, ayúdame.

El Señor la trata con mucha dureza. Quiere que ella saque lo mejor de sí, que se vuelque totalmente en una confianza absoluta en el Señor. La llama como los israelitas llamaban a los cananeos: perros. El Señor Jesús la prueba.

Su confianza en el Señor, ya consolidada, le lleva a aceptar la prueba y confiar más. Es consciente de que no merece la intervención del Señor, pero, confiada, espera en la misericordia divina. Acepta ser llamada “perrito” y eso no se convierte en un obstáculo para la fe. No se deja llevar por los prejuicios.

La respuesta de Dios depende de la fe de quien pide. Así se lo hace saber el Señor.

Podemos aprender mucho del Evangelio se nos acercamos con interés. Este pasaje nos enseña como confiar en el Señor en las adversidades y en las pruebas, a no dejarnos llevar por los prejuicios y a ser fieles al Señor.

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