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Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?


1) Composición del lugar
Dice el Evangelio San Marcos que el Señor fue puesto en la cruz hacia las nueve de la mañana (15,25) y hacia el mediodía el Señor pronunció una frase: Eli, Eli ¿lema sabactani? Jesús invoca a Dios en hebreo, la pregunta la pronunció en arameo (que ere el idioma de uso común en la época del Señor). Los presentes creyeron que llamaba a Elías (15,35)

2) Primera impresión. La realidad es más profunda.
Una primera lectura llevaría a una conclusión como esta: Jesús no es Dios puesto que lo invoca. Y así lo han interpretado muchísimos que quieren negar la divinidad de Jesús. Lamentablemente, ello es una señal del poco conocimiento de la vida del Señor y de las costumbres de los judíos piadosos.
En realidad, el Señor estaba orando: recitaba el salmo 22, que por demás resulta ser un salmo profético.
El Señor, ante la inminencia de su muerte, oraba.

3) La oración en la aflicción. La voz del corazón.
Pero, ¿qué significado tiene la oración de Jesús, aquel grito que eleva al Padre: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado», la duda de su misión, de la presencia del Padre? En esta oración, ¿no se refleja, quizá, la consciencia precisamente de haber sido abandonado? Las palabras que Jesús dirige al Padre son el inicio del Salmo 22, donde el salmista manifiesta a Dios la tensión entre sentirse dejado solo y la consciencia cierta de la presencia de Dios en medio de su pueblo. El salmista reza: «Dios mío, de día te grito, y no respondes; de noche, y no me haces caso. Porque tú eres el Santo y habitas entre las alabanzas de Israel» (vv. 3-4). El salmista habla de «grito» para expresar ante Dios, aparentemente ausente, todo el sufrimiento de su oración: en el momento de angustia la oración se convierte en un grito.
Y esto sucede también en nuestra relación con el Señor: ante las situaciones más difíciles y dolorosas, cuando parece que Dios no escucha, no debemos temer confiarle a él el peso que llevamos en nuestro corazón, no debemos tener miedo de gritarle nuestro sufrimiento; debemos estar convencidos de que Dios está cerca, aunque en apariencia calle.
Al repetir desde la cruz precisamente las palabras iniciales del Salmo, —«Elí, Elí, lemá sabactaní?»— «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27, 46), gritando las palabras del Salmo, Jesús reza en el momento del último rechazo de los hombres, en el momento del abandono; reza, sin embargo, con el Salmo, consciente de la presencia de Dios Padre también en esta hora en la que siente el drama humano de la muerte. Pero en nosotros surge una pregunta: ¿Cómo es posible que un Dios tan poderoso no intervenga para evitar esta prueba terrible a su Hijo? Es importante comprender que la oración de Jesús no es el grito de quien va al encuentro de la muerte con desesperación, y tampoco es el grito de quien es consciente de haber sido abandonado. Jesús, en aquel momento, hace suyo todo el Salmo 22, el Salmo del pueblo de Israel que sufre, y de este modo toma sobre sí no sólo la pena de su pueblo, sino también la pena de todos los hombres que sufren a causa de la opresión del mal; y, al mismo tiempo, lleva todo esto al corazón de Dios mismo con la certeza de que su grito será escuchado en la Resurrección: «El grito en el extremo tormento es al mismo tiempo certeza de la respuesta divina, certeza de la salvación, no solamente para Jesús mismo, sino para “muchos”» (Jesús de Nazaret II, p. 251). En esta oración de Jesús se encierran la extrema confianza y el abandono en las manos de Dios, incluso cuando parece ausente, cuando parece que permanece en silencio, siguiendo un designio que para nosotros es incomprensible. (Benedicto XVI, audiencia general, 08-02-2012)

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