Todos
hemos aprendido que el misterio fundamental de nuestra fe es el misterio de la
Santísima Trinidad. Misterio, en la Iglesia Cristiana Católica, no
significa algo oculto e incognoscible, sino una revelación o designio divino
que conduce a nuestra salvación.
Aun
cuando no caigamos en la cuenta, nuestra vida se mueve y se resuelve en el
misterio de la Santísima Trinidad: desde nuestro bautismo, por el que nacemos a
la nueva vida de hijos de Dios, hermanos de Cristo y templos del Espíritu
Santo. Los sacramentos, las oraciones y las bendiciones de la Iglesia invocan y
actualizan la presencia de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Las
Tres Divinas Personas se han hecho cercanas a nosotros, pero eso no debe
llevarnos a tratarlos de manera irrespetuosa. ¡Al contrario! Nuestra vida ha de
renovarse siempre en la Santísima Trinidad, tratándola siempre con el máximo
respeto. Y podemos empezar con la práctica de piedad popular más extendida en
el mundo: la señal de la cruz.
Nuestra
vida ha de encontrar sentido en la Santísima Trinidad, sabiendo ponernos en sus
manos: ofrecer nuestra vida a Dios Padre con Jesucristo, dejándome guiar por el
Espíritu Santo. No importa cuáles sean nuestros defectos personales, si nos
ponemos en manos de la Santísima Trinidad encontraremos como acomodarlos: “Si de
veras he hallado gracia a tus ojos, dígnate venir ahora con nosotros, aunque
este pueblo sea de cabeza dura; perdona nuestras iniquidades y pecados, y
tómanos como cosa tuya” (Ex 34, 9)
Dios
Padre, Hijo y Espíritu Santo no quieren nuestra condenación, sino que nos
veamos libres de todo mal, y del mal más grande que es el infierno (la
condenación eterna). Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen
al conocimiento de la verdad (1Tim 2, 3-4) y seamos eternamente felices con
Ellos en el cielo. Ése es el mensaje de salvación que nos ha dejado Dios Hijo,
Jesucristo nuestro Señor: que creamos en Él que nos configuremos con Él para
ser salvados: “Tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo único, para que todo
el que crea en él no perezca, sino que tenga la vida eterna. Porque Dios no
envió a su Hijo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salvara por
él. El que cree en él no será condenado; pero el que no cree ya está condenado,
por no haber creído en el Hijo único de Dios”.
Que
la bendición de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo jamás se aparte de nosotros y
nuestra casa. Amén.
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