Tus palabras, Señor, son espíritu y vida
Este domingo, por disposición del Santo Padre, está dedicado a la Palabra de Dios. Hoy las lecturas de la Santa Misa nos invitan a tener presente este elemento esencial de la salvación.
Para mal, en la Iglesia se ha ido introduciendo un poco aprecio a la Palabra de Dios escrita. El demonio ha sido muy hábil para poner en la mente de muchos cristianos católicos que leer y meditar la Biblia no es propio de nuestra fe sino de otras comunidades religiosas. Y eso ha conllevado a que quienes leen y meditan la Palabra sean objeto de burlas.
La Iglesia siempre ha tenido el máximo respeto y veneración a la Sagrada Escritura. Es un ejemplo muy edificante el que escuchamos en la primera lectura de nuestra Misa (Neh 8, 2-4a. 5-6. 8-10): de vuelta del exilio, al reconstruir el Templo, encuentran los rollos de la Ley. Las autoridades disponen que se lea públicamente al pueblo. Y el pueblo, que tenía tiempo sin escuchar las palabras de la Sagrada Escritura, se emocionó y con un profundo respeto escuchó en silencio la lectura y la explicación de la Palabra de Dios.
Nuestro Señor Jesucristo, como escuchamos en el Evangelio (Lc 1, 1-4; 4, 14-21), mostraba también un particular respeto a la Palabra de Dios. Y resulta aún más edificante cuando consideramos que Él es la Palabra de Dios hecha carne.
Las circunstancias culturales han hecho que cada vez sea más difícil, sobre todo los más jóvenes, leer y meditar la Palabra. Hoy no se es capaz de tener una lectura larga. Y eso juega en contra de nosotros, los creyentes. Sin embargo, no debe ser un motivo para rendirse sino un estímulo para encontrar nuevas formas para que la Palabra de Dios siga tocando los corazones.
Este es un día para preguntarnos cuál es nuestra relación con la Palabra de Dios. Cuál es el respeto que nosotros le tenemos y cuál es nuestra disposición para acercarnos a ella, leerla y meditarla. Hemos de tener la certeza de que renunciar a conocer el mensaje de Dios escrito significa renunciar a una fuente de sabiduría para nuestra propia vida.
Nosotros tenemos nuestra fe puesta en Cristo Jesús. Y con frecuencia le decimos lo que repetimos en el salmo: Tú tienes, Señor, palabras de vida eterna.
Que la Palabra de Dios habite en nuestros corazones con toda su fuerza (Col 3, 16).
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