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Con buen corazón en la buena acción

 Llegados al tercer domingo de Cuaresma, la Iglesia nos propone en las lecturas de este domingo muchos temas para nuestra reflexión. Todos ellos nos ayudan a mejorar nuestra vida en Cristo y a dar un testimonio delante de los hombres.

En la primera lectura de nuestra Santa Misa, escuchamos la voluntad de Dios para todos los hombres: los 10 mandamientos (Ex 20, 1-17). El cristiano no debe verlos como una suerte de limitación de nuestra libertad; al contrario, hemos de verlos como las señales necesarias para nuestro camino a la felicidad eterna. De la misma manera que las señales de tránsito no limitan la libertad del conductor, sino que le sirven de guía segura para su destino, así también los mandamientos de la ley de Dios. Ya lo escuchamos en el Salmo: “son luz los preceptos del Señor para alumbrar el camino”.

Sin embargo, no es suficiente el cumplir externamente los mandamientos de la ley de Dios. Es necesario también hacerlo con el mismo espíritu con que Dios quiere que lo hagamos. Los mandamientos de la ley de Dios hay que hacerlos por Él, para Él y con Él. Debemos cumplir los mandamientos porque el Señor nos lo pide; hemos de cumplir los mandamientos para Él, para su mayor honor y gloria; y finalmente, hemos de cumplir los mandamientos con Él, es decir, con un trato familiar con Él, corazón lleno de espiritualidad. Si no lo hacemos así, corremos el riesgo de buscar cualquier razón para tergiversar la Voluntad de Dios.

En el Evangelio (Jn 2, 13-25) escuchamos el conocido pasaje de la expulsión de los mercaderes del Templo de Jerusalén. Para tener la justa perspectiva de lo que hizo nuestro Señor Jesucristo, hemos de tener en cuenta la razón por la que los mercaderes se encontraban en el atrio de los gentiles. 

En primer lugar, el Templo de Jerusalén se había convertido en un lugar de peregrinación y muchos acudían a él con la intención de ofrecer algún sacrificio a Yahveh. Un gran número de peregrinos prefería comprar en Jerusalén el animal para el sacrificio en vez de traerlo de su lugar de origen. El Templo de Jerusalén tenía una moneda propia con el objeto de evitar que entrase algún tipo de moneda con imagen idólatra o blasfema. Por ello, para hacer las ofrendas de dinero, era necesario cambiar las divisas extranjeras por la moneda del Templo. Estas dos razones movieron a los Sumos Sacerdotes del Templo a permitir la presencia de cambistas de dinero y de vendedores de animales para el sacrificio.

De buenas a primeras, no pareciera que estuvieran haciendo algo malo. Sin embargo, sí lo hacían. Esa actividad necesaria, por la dinámica de los creyentes y del Templo, no debía ser realizada dentro del Templo. Podía y debía ser hecha fuera. El “aparente beneficio” de tener dentro del Templo vendedores y cambistas iba en contra de la razón de ser esencial del Templo: un lugar santo, es decir, un lugar dedicado para Yahveh donde pudiera cada fiel encontrarse con Dios Nuestro señor. Entonces, el “aparente beneficio” se convierte en una desobediencia a la Voluntad de Dios. Y he ahí la razón por la cual nuestro Señor Jesucristo actuó de manera radical.

Cada acción buena, como cumplir los mandamientos, debe ir acompañada necesariamente de una buena intención, es decir, con la voluntad de hacer lo que es correcto a los ojos de Dios. Y como escuchamos en el Evangelio, Jesús sabe lo que hay en el hombre. Nuestro Señor Jesucristo sabe todas nuestras intenciones y no podemos engañarle.

Este tiempo de Cuaresma es una oportunidad especialísima para hacer un examen de conciencia sobre nuestras acciones y las intenciones con las que las hacemos. No desperdiciemos esta oportunidad.

Que la bendición del Señor nos acompañe hoy y siempre.


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