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Dos cosas que podemos aprender del Bautismo del Señor

             Hoy celebramos con toda la Iglesia el momento de la vida del Señor en el que se acerca al Jordán a recibir el bautismo que ofrecía Juan el Bautista como un gesto de un nuevo comienzo de cara a Dios: un bautismo de conversión.

            Ese gesto –recibir el bautismo de Juan– marca el inicio de la vida pública. Ese momento estuvo envuelto de unos eventos extraordinarios: una forma de paloma que desciende sobre el Señor y la voz del Padre quien afirma que Jesús es su Hijo. Ya eso nos dice mucho.

            En el Evangelio de hoy (Lc 3,15-16.21-22), quisiera resaltar dos cosas y proponerlas a tu consideración.

            La actitud de Juan el Bautista. Juan había adquirido una notoriedad a los ojos de los israelitas y extranjeros. Su vida ascética y la particular sabiduría que salía de sus labios lo hizo destacar por encima de cualquier otro personaje religioso (incluso, con respecto a otros personajes de la historia de Israel). La admiración había hecho que algunos se preguntaran si Juan Bautista fuese el Mesías. Y Juan, que tenía una espiritualidad muy cultivada y delicada, entiende que su misión era preparar al Pueblo para recibir al Mesías.

            Juan tenía muchos méritos. Muchísimos. Ninguno de ellos tendría sentido si no es puesto en relación inmediata con Cristo Jesús. Por eso, anuncia a todo el Pueblo que él no es el Mesías y que el poder del Señor será superior, a tan punto que transformará los corazones con un bautismo en el Espíritu Santo y fuego.

            De Juan podemos aprender que nuestra vida solo tiene sentido si está en relación con Cristo y dejamos que sea Él quien nos renueve con el Espíritu Santo y nos purifique con el fuego de su Espíritu.

            En el relato sobrio del Bautismo del Señor que escuchamos en nuestra Misa, dice sencillamente que Jesús estaba en medio del pueblo de Israel. No destacaba, no tenía séquito, no fue con fanfarrias precediéndole. Era como el Siervo de Yahweh que describe el profeta Isaías (Is 42,1-4.6-7). La sencillez del Señor es la garantía de su cercanía a nosotros. No hace falta un protocolo especial: basta con invocarle y ya estamos en su presencia, basta con disponernos y está en la Eucaristía, basta con arrepentirnos y está en el sacramento de la confesión, basta leer la Palabra y lo encontramos allí.

            Esta fiesta del Bautismo del Señor nos recuerde que el centro y la razón de ser de nuestro cristianismo está en Cristo Jesús, y que Él se muestra cercano a nosotros, siempre.

¡Dios te bendiga!

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