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El padre misericordioso


            Hay quien ha dicho que esta parábola es la mejor de todas que nos ha dejado el Señor. Aún cuando eso es discutible, nadie puede negar la belleza de esta enseñanza que Jesús nos ha dejado.


            Si bien el Señor había dirigido esta historia para los líderes religiosos del pueblo de Israel, la grandeza de la sabiduría del Señor es tal que podemos aplicarla a nuestra vida personal. Aún así, hay muchísimos elementos sobre los cuales reflexionar.

            Pensemos por ejemplo en la actitud del hijo menor: Quiere todo para disfrutarlo ahora. No piensa en el futuro. Está convencido que solo debe dedicarse al momento presente: fiesta, placeres, desorden, desenfreno. No importa el mañana. ¿Qué pasa en la mente del pecador que se olvida que está llamado a la felicidad eterna? No piensa en el futuro, no piensa en la vida eterna.

            El mismo momento psicológico que pasa el hijo menor, lo pasa cualquier cristiano que, por debilidad o maldad, ofende al Señor. Se da cuenta de la miseria en la que queda después de haber “botado”, desperdiciado la gracia de Dios. Una sensación de vacío, de desorientación. Es, tal vez, el momento más peligroso porque si bien cabe la decisión de levantarse, de arrepentirse, cabe también la posibilidad de que decida seguir hundiéndose en la miseria. En esa encrucijada el hijo menor tenía dos opciones: o seguir hundiéndose o recapacitar y volver a hacer las cosas bien. Intentó lo primero: quería saciar el hambre con la comida de los cerdos, pero no lo dejaban (lógico: podía morirse). Todo para olvidarse de la sensación de vaciedad que carga el alma. Es acallarla. Hasta que recapacitó: con su papá, sin duda alguna, estaría mejor, e inició el camino de vuelta a la casa de su papá.

            A pesar de todo, el padre espera siempre y cuando lo ve a lo lejos (cuando apenas muestra arrepentimiento) el padre sale a su encuentro. Lo mismo hace Nuestro Señor, sale a nuestro encuentro, a decirnos: “Hijo mío, ¡no sabes cuánto deseaba tu regreso!”.

            En ese reencuentro no caben más palabras: no importa lo que hayas hecho, sigues siendo hijo mío. Vuelves a gozar de todas las riquezas de tu padre. El cristiano vuelve a gozar de todas las riquezas de la gracia de Dios.

            Este encuentro del hijo arrepentido y el padre amoroso tiene lugar en cada confesión. No importa lo que hayas hecho, el Señor te perdona. Vuelves otra vez a disfrutar de los dones de la salvación.

            Es por ello que todo cristiano debe tener en gran estima el sacramento de la confesión. Debemos dejar los prejuicios: es un momento para sentir y vivir el amor de Dios que nos perdona, nos sana y nos lleva a los tesoros de la gracia divina.

            Tu mejor cuaresma: una buena confesión. No la dejes para luego. Dios, el padre amoroso, te espera para decirte: hagamos una fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y lo hemos encontrado.

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