No hay santo sin pasado ni pecador sin futuro
Hoy que el día del Señor coincide con la celebración de la solemnidad de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, se nos presenta la oportunidad inmejorable de reflexionar sobre un defecto que se ha introducido en el imaginario de los fieles cristianos. Muchos hermanos nuestros piensan, erróneamente, que para acercarse al Señor y formar parte de la Iglesia peregrina hay que ser puros e inmaculados desde el vientre de la madre (o algo así). Y habrá que repetir, como en su momento dijo el Papa Francisco, que en la Iglesia hay lugar para todos.
La solemnidad de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo nos ofrece la oportunidad de rectificar ese pensamiento erróneo. La Sagrada Escritura da razón de que las hoy columnas de la Iglesia tuvieron un pasado nocivo.
San Pedro era un sujeto iracundo y apasionado. Fue de los primeros seguidores de Jesucristo, pero desconfió a la hora de caminar sobre el mar, quiso apartarlo de su misión a tal punto de que el Señor le llamó Satanás, le cortó una oreja a un servidor del Sumo Sacerdote. A pesar de que le prometió al Señor que nunca le abandonaría, en esa misma noche le negó tres veces.
San Pablo también era un sujeto tenaz y apasionado. Leemos en el libro de los Hechos de los Apóstoles que daba su aprobación a la ejecución de San Esteban, y después, durante la persecución que se inició contra los cristianos, “perseguía a la Iglesia, y entraba de casa en casa para sacer a rastras a hombres y mujeres y mandarlos a la cárcel” (Hech 8, 3). Su resentimiento por los cristianos los llevó a pedir cartas de recomendación para buscar a los cristianos en Damasco (a unos 300 km) y llevarlos a Jerusalén para que los apresaran.
No hay duda que sus vidas no eran ejemplares. Pero Jesús confió en ellos.
En el Evangelio escuchamos: “Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia” (Mt 16, 18). En el libro de los Hechos leemos que, a pesar de la resistencia de Ananías, el Señor dice: “Ve, porque he escogido a ese hombre (Pablo) para que hable de mí a la gente de otras naciones, y a sus reyes y también a los israelitas” (9, 15)
No es nuestro pasado lo que decide si podemos seguir a Cristo o no. En la historia, lo normal es que no hay santo sin pasado ni pecador sin futuro. Lo que vale a los ojos de Dios es nuestro presente: si amamos al Señor como Pedro (Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te amo) y somos fieles al Señor como San Pablo (por la gracia de Dios, soy lo que soy).
Purifiquemos nuestra mente y corazón. A los que se han negado a convertirse, recuérdales que Pedro y Pablo eran como él y correspondiendo al amor de Jesús cambiaron sus vidas. Y a nosotros, cuando sintamos el peso de nuestras propias culpas, recordemos que el amor de Dios no acaba jamás y que no importa lo que haya hecho, el Señor Jesús me preguntará como a Pedro: ¿Me amas?
¡Que Dios nuestro Padre y el Señor Jesucristo derramen sobre ustedes su gracia y su paz! (2 Co 1, 1).
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