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La presunción, veneno para el alma.


            Las lecturas de hoy son una llamada de atención para todos. Nos invitan a alejar de nosotros el veneno mortal que significa la presunción.
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            La presunción es un pecado gravísimo. Consiste en estar seguro de la propia salvación. Es un veneno porque condiciona el alma de tal manera que la hace insensible a los llamados de atención del Señor.
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            El Catecismo de la Iglesia Católica dice que hay dos tipos de presunción: O bien el hombre presume de sus capacidades (esperando poder salvarse sin la ayuda de lo alto), o bien presume de la omnipotencia o de la misericordia divinas (esperando obtener su perdón sin conversión y la gloria sin mérito) (nº 2092).
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            Como se ve, es un pecado en el que pueden caer los que están alejados de la vida de la Iglesia como los que están cerca. Quienes están lejos de la vida de la Iglesia (católicos solo de nombre, para llamarlos de alguna manera) pueden presumir de su propia salvación confiando en sus propias capacidades, despreciando los medios de salvación dejados por Jesucristo a la Iglesia. También los que participan de la vida de la Iglesia pueden caer en el pecado de presunción: creyendo que con la participación frecuente en los actos de culto son ya la garantía segura de la salvación, olvidando que se debe ser perseverante hasta el final. De hecho, es lo que nos enseña Jesús: «Esforzaos en entrar por la puerta estrecha, pues os digo que muchos intentarán entrar y no podrán. Cuando el amo de la casa se levante y cierre la puerta, os quedaréis fuera y llamaréis a la puerta diciendo: — “Señor, ábrenos”; pero él os dirá: — “No sé quiénes sois”. Entonces comenzaréis a decir: — “Hemos comido y bebido contigo, y tú has enseñado en nuestras plazas”. Pero él os dirá: — “No sé de dónde sois. Alejaos de mí todos los que obráis la iniquidad”» (Lc 13, 24 – 27)
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            Decíamos antes que la presunción es un veneno para el alma. Y es cierto: la aniquila de tal manera que un fiel puede considerar innecesario acudir al sacramento de la confesión, a la oración, a la comunión frecuente, a la meditación de la Sagrada Escritura, etc. La presunción hace que un fiel se considere perfecto y desatienda las correcciones que el Señor pueda hacerle a través de las mediaciones humanas.
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            Cuando alguien nos corrige es una señal de que nos tiene aprecio, porque quiere lo mejor para nosotros. Así las cosas, la corrección que Jesús nos hace es una señal del amor que nos tiene, como escuchamos en la segunda lectura de la Carta a los Hebreos (12,5-7.11-13): “Soportáis la prueba para vuestra corrección, porque Dios os trata como a hijos, pues ¿qué padre no corrige a sus hijos? Ninguna corrección resulta agradable, en el momento, sino que duele; pero luego produce fruto apacible de justicia a los ejercitados en ella”. Todos tenemos algo de orgullo o de soberbia en el corazón. Ciertamente no nos gustan las correcciones porque a nadie le gusta reconocer que está haciendo las cosas mal. Sin embargo, ese malestar es una señal de que efectivamente estamos haciendo las cosas mal. Ese malestar es distinto de la incomodidad que nos causa la maldad de otro. Y sabemos bien distinguirlo.
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            El mejor remedio para la presunción es tener la humildad suficiente para reconocer que no soy perfecto y que debo aceptar las correcciones que el Señor quiera hacerme para mi bien.

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